Hoy la cocina olía a pan caliente y a café recién molido. El vapor subía en espirales tímidas, como si el aire supiera que no estoy para estupidas estridencias. He apoyado la frente en el vidrio tibio de la ventana; la calle estaba lavada de luz, demasiado blanca para mis ojos. Dentro, sin embargo, todo era penumbra. No porque faltaran lámparas, sino porque faltaba la lámpara por dentro.

A veces mi tristeza es un rumor de fondo; otras, un viento que me empuja contra la pared. Hoy es una manta pesada sobre los hombros. No sabría decir “qué me pasa” sin quedarme corto. Y justo ahí me resonó una idea escuchada hace poco: en salud mental, quizá la pregunta clave no sea “¿qué te pasa?”, sino “¿qué te ha pasado?” (1). Cambia todo. Una pregunta me empuja al síntoma; la otra, a la historia.

Respiro hondo. Huelo el café. Escucho el reloj. Y me digo: escribe. Aunque tiemble un poco la mano.


La tristeza que no quiero medicar del todo

No reniego de la medicina —de hecho, me ha sostenido en momentos decisivos—, pero sé que hay dolores que no son “fallos” sino mensajes. He aprendido a desconfiar de la prisa con la que convertimos lo humano en trastorno: la timidez en “fobia social”, el miedo en “ansiedad”, la melancolía en “depresión” (1). Hay cuadros clínicos reales, por supuesto; hay sufrimientos que piden terapia y, a veces, fármacos. Pero también hay vidas pidiendo ser contadas.

Cuando escuché a Marin decir que la psiquiatría vive tiempos difíciles si se olvida de las historias (1), me sentí visto. Porque lo que más me duele no es la tristeza —que es humana— sino no tener palabras. Lo que no se nombra se enquista y el cuerpo se hace cargo con sus lenguajes: insomnio, vértigo, piel que pica, hambre que no llega, un peso en el esternón. El cuerpo es leal: si no le das voz, te habla (1).

Esta mañana me prometí algo: no voy a perseguir la anestesia como objetivo. Voy a escuchar.


Un cuerpo que cuenta la historia (aunque yo me calle)

Lo noto en la madrugada, cuando abro los ojos a las 4:12 sin alarma. El sueño se hizo fino, quebradizo. Y sé que el insomnio no es solo un síntoma aislado: predice y perpetúa el malestar emocional (3). También lo noto en el intestino: días en los que la microbiota parece una ciudad sitiada. La ciencia lo repite: el eje intestino–cerebro es un puente de doble dirección; lo que pasa dentro afecta arriba y viceversa (4). No es poesía: son citoquinas, vías vagales, metabolitos.

Así que empiezo por lo más modesto y concreto, y me se la teoría: desayuno sin prisas, sin azúcar ultraprocesado; paseo al sol (sí, al sol, con la cara abierta); y un rato de movimiento que no compito contra nadie —caminar, pedalear suave, estirar. La evidencia es tozuda: el ejercicio alivia síntomas depresivos y ansiosos con un tamaño de efecto clínicamente relevante (5,6). No resuelve el problema de fondo, pero abre una rendija. Y por esa rendija a veces entra sentido.


Cuando la libertad es la lámpara que no encendía

Una frase que escuché se me quedó prendida como una astilla luminosa: “La única riqueza es la libertad; lo demás es vivir en una habitación a oscuras, adornada de cuadros, pero a oscuras” (2). No sé si mi tristeza es exactamente eso —persianas bajas durante demasiado tiempo—, pero reconozco el temblor que me produce.

Porque yo también me he descubierto viviendo lo que toca: lo que espera el algoritmo, lo que esperan los otros, lo que espera esa parte de mí que teme. Y sin embargo, cuando probé a encender una lámpara —decir un no que llevaba meses mordiéndome la lengua, pedir ayuda sin justificarme, salir solo a mirar árboles—, noté que no se trataba de acumular “cosas buenas”, sino de alumbrar lo que ya estaba.

La palabra libertad me impone respeto: tiene mucha pólvora simbólica. Pero aquí la uso como la describió Antonini: no como consigna política, sino como capacidad de vivir de pie, de sostener principios y no solo opiniones (2). “Revolución es dejar un trabajo sin sentido; revolución es dormir en paz sin ansiolíticos; revolución es tener principios y no opiniones” (2). En mis días bajos, esa revolución empieza por algo tan humilde como acostar el móvil una hora antes y dejar que la noche sea noche.


El ruido y la paz (o la felicidad sin fuegos artificiales)

Hay ruidos que no vienen de fuera: son interiores. Un zumbido de culpas prestadas, una urgencia por ser productivo incluso cuando solo necesitas respirar. Escuché al Dr. Marín decir que “la felicidad es, en gran parte, ausencia de ruido (1). No es un estado perpetuo de alegría; es una paz en movimiento, compatible con momentos de tristeza. Dicho así, algo en mí se relajó. Yo puedo estar triste y en paz a la vez. Puedo estar mal y, sin embargo, bien acompañado por mí mismo.

Muchos días esa paz empieza en una mesa modesta: desayuno largo, conversación sin prisa (aunque sea conmigo), ningún telediario contaminando el ánimo (1). Y sí, parece una revolución pequeña; pero pequeña no es sinónimo de intrascendente.


Los toros que me tocan (y la faena que me espera)

No soy taurino, y sin embargo me conmovió una idea que escuché: la tauromaquia, con toda su controversia, condensa tres valores —valentía, lealtad y entrega— aplicables a la vida (2). Y me quedo con la metáfora: cada quien tiene su toro. El mío hoy se llama miedo al fracaso cuando todo va bien; capítulos por cerrar; a veces se llama apatía, otras, soledad.

Mirarlo de frente es mi faena. No me toca clavar banderillas a nada, sino sostener la mirada. Ser leal a lo que es verdad para mí aunque asuste. Entregarme, no a una idea heroica de mí, sino a lo real: este cuerpo, este día, esta pena que pide agua y palabras. Y cuando lo hago —cuando escribo estas líneas con el pulso algo torpe— siento que me indultan un poquito.


Lo que digo cuando por fin digo “necesito ayuda”

He tardado en admitirlo: necesito que alguien me acompañe a traducir lo que me pasa. Pedir ayuda no me hace menos libre; al contrario, me ensancha. La evidencia respalda ese paso: la psicoterapia —en especial la cognitivo-conductual y sus variantes— es tratamiento de primera línea en depresión y ansiedad (7,8), y mejora cuando se acompaña de higiene del sueño, ejercicio y hábitos que honran al cuerpo (5,6,10).

Pero hay algo más: en mi caso, la ayuda también es espiritual. No me refiero a dogmas, sino a una actitud: reconocer que hay un sentido que a veces me trasciende. Frankl no lo escribió desde una torre de marfil, sino desde la experiencia del horror: “El sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido” (9). Yo no siempre lo encuentro. A veces solo encuentro silencio. Aun así, me siento menos solo cuando agradezco —aunque sea poco— y cuando pido —aunque no sepa a quién exactamente—.


Mi “socialismo interior” (y otras obediencias que me encadenan)

Llamo “socialismo interior” —tomando prestada una idea (2)— a esa costumbre mía de obedecer sin preguntarme, de vivir por inercia, de delegar mi libertad en “lo que se hace”. No hablo de partidos ni consignas, hablo de la parte de mí que prefiere un subsidio de anestesia a un paso torpe pero propio. Cada vez que no digo lo que pienso por miedo, cada vez que hago scrolling hasta que el pulgar me duele, cada vez que llamo “agotamiento” a lo que es tristeza, firmo una renuncia.

Mi revolución, entonces, es amable y firme: reapropiarme de las pequeñas decisiones. No pedir permiso para cuidarme. No pedir perdón por dormir. No llamar “productivo” a lo que me rompe.


El ritual que me sostiene cuando todo se encoge

No tengo recetas universales. Sí tengo rituales:

  • Media hora de desayuno en calma, sin noticias, con fruta, algo de proteína, pan de verdad si lo hay, y una conversación —con alguien o conmigo— que no sea contabilidad de tareas (1).
  • Luz de mañana en la cara: el sol pone a tono mi reloj biológico y le recuerda al cuerpo que habrá noche (10,11).
  • Movimiento sin épica: caminar, subir escaleras, pedalear suave. No busco récords, busco ritmo (5,6).
  • Una hora de pantallas menos por la noche. El sueño es medicina y diagnóstico (10).
  • Palabra: escribir, hablar, rezar. Si no lo digo, me lo como; si me lo como, me duele (1).

No siempre lo cumplo. Pero cuando lo hago, la tristeza se vuelve habitable.


Una escena mínima (que me salvó la mañana)

Hoy, a mitad del segundo café, abrí la persiana solo dos dedos. El sol entró como una línea. En esa rendija flotaban motas de polvo, brillantes y torpes. Olían a madera y a tostada. Me quedé mirando esa pequeña galaxia doméstica. Me di cuenta de que no necesito abrirlo todo para que haya luz; necesito atreverme a abrir lo justo y no volver a cerrarlo del todo.

Me prometí algo sencillo: hoy voy a salir a caminar diez minutos, hoy voy a llamar a esa persona, hoy voy a acostarme sin la pantalla azul. No quiero ganar una guerra. Quiero cuidar una rendija.


Si tú también estás así

Si ahora mismo lees con un nudo en la garganta: te veo. No estás dramatizando, no “te estás quejando de más”. Lo que sientes pesa de verdad. Y no vengo a salvarte ni a darte lecciones: vengo a sentarme a tu lado un momento, a decirte que lo que te pasa tiene historia, cuerpo y nombre. No estás roto: estás vivo.

No llevo milagros en el bolsillo. Llevo cosas pequeñas que, juntas, abren una rendija: hablar (aunque salga torpe), mover el cuerpo sin heroísmos, dejar que el sol toque la cara, dormir un poco mejor, comer lo que no te inflama, aceptar una silla donde alguien te escuche (3–8,10–11). Llevo también esta certeza: la libertad es una lámpara diminuta; a veces tiembla, pero si la resguardas con la mano, la llama aguanta.

Si algo de lo que has leído te sirve, guárdalo como quien guarda un pañuelo limpio en el bolsillo para más tarde. Si no, suéltalo sin culpa. Lo importante no es que te quedes con mis palabras, sino que no te abandones a ti.

Y si hoy solo puedes con una cosa, que sea esta: dime —o dite— en voz baja “necesito ayuda”. Es una frase valiente. Abre puertas. A veces la respuesta llega en forma de amigo, terapeuta, caminata corta o desayuno lento. No subestimes lo pequeño: ahí caben comienzos.

Si en algún momento la tristeza se vuelve peligrosa, si te asusta lo que piensas o temes por ti, busca compañía profesional ahora. Elige médicos, psicólogos o terapeutas que sepan tocar el corazón, que escuchen sin juzgar, que trabajen con y por tu dignidad humana. No es rendirse; es proteger la vida mientras pasa la tormenta.

Yo, por mi parte, me quedo aquí, cuidando mi rendija: abriendo un poco la persiana, dejando entrar una línea de luz, recordando que respirar también cuenta. Cuando quieras, te guardo sitio al sol.


Referencias

  1. Marín JL. Ansiedad, depresión y la pregunta correcta: ¿qué te ha pasado? (Entrevista en: A la de Tres) [Internet]. YouTube; [citado 20 sep 2025]. Disponible en: https://youtu.be/J1m8fhKrY6k
  2. Jiménez A. Libertad, revolución íntima y principios (Entrevista en: A la de Tres) [Internet]. YouTube; [citado 19 sep 2025]. Disponible en: https://youtu.be/g7szaXXHe8s?si=UtMxIH8VRqKtn1UX
  3. Baglioni C, Battagliese G, Feige B, et al. Insomnia as a predictor of depression: a meta-analytic evaluation of longitudinal epidemiological studies. J Affect Disord. 2011;135(1–3):10–9.
  4. Cryan JF, O’Riordan KJ, Cowan CSM, et al. The microbiota–gut–brain axis. Physiol Rev. 2019;99(4):1877–2013.
  5. Schuch FB, Vancampfort D, Richards J, et al. Exercise as a treatment for depression: a meta-analysis adjusting for publication bias. J Psychiatr Res. 2016;77:42–51.
  6. Cooney GM, Dwan K, Greig CA, et al. Exercise for depression. Cochrane Database Syst Rev. 2013;(9):CD004366.
  7. Cuijpers P, Karyotaki E, Reijnders M, Purgato M, Barbui C. Psychotherapies for depression: a network meta-analysis. Cochrane Database Syst Rev. 2021;8:CD013329.
  8. Hofmann SG, Asnaani A, Vonk IJJ, Sawyer AT, Fang A. The efficacy of cognitive behavioral therapy: A review of meta-analyses. Cognit Ther Res. 2012;36:427–40.
  9. Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2015.
  10. Morin CM, Bjorvatn B, Chung F, et al. Sleep and circadian rhythm in mental health. Sleep Med Rev. 2023;69:101745.
  11. Vandewalle G, Maquet P, Dijk DJ. Light as a modulator of cognitive brain function. Trends Cogn Sci. 2009;13(10):429–38.

Descubre más desde Blog de Salud y Pensamiento

Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.