Cada mañana noto que las ciudades huelen a cansancio: a café recalentado, a metal de metro, a tela húmeda en la mascarilla que aún llevamos por costumbre en algún bolsillo. Camino al hospital y el aire tiene un color de neón gastado; pasan bicicletas con prisa, gente con cara de cinco notificaciones pendientes, y yo pienso —casi en voz alta— que vivimos desnortados, como marineros que han perdido la estrella pero siguen moviendo remos por inercia.
En Urgencias veo dos tipos de cansancio: el que se derrama con gritos y el que se oculta detrás de una sonrisa bien peinada. Y me pregunto —como te preguntas tú— quiénes son los “locos” hoy: ¿los que expresan su dolor sin filtros o los que lo guardan como una piedra en el bolsillo, pulida de tanto silencio? La palabra “loco” lleva demasiadas cicatrices para usarla sin cuidado; prefiero hablar de humanos que a veces no encuentran el sitio donde apoyar la frente. Porque a la vida le sobran diagnósticos y le faltan lugares seguros donde decir: “me duele”.
Lo intuyo en los pasillos, en la luz fría de la planta, en el crujido de una sábana cuando giramos a una paciente: este tiempo nuestro está fatigado. No sólo por lo que hacemos, sino por lo que no decimos. Y cuando no decimos, el cuerpo lo dice por nosotros.
Un cansancio que se pega a la piel
La OMS reconoció el burnout como fenómeno ocupacional, no como enfermedad: agotamiento, distancia mental respecto al trabajo y eficacia disminuida (1). Lo vemos en sanitarios, en docentes, en repartidores, en quien limpia oficinas por la noche o atiende cajas con una sonrisa de plantilla. El cansancio ahora es estructural: no cabe en una siesta, no se arregla con un “ánimo”. En Europa, los informes recientes siguen retratando una estela de malestar tras la pandemia y un sistema con grietas en recursos y acceso (2).
En España, además, llevamos tiempo con un uso elevado de hipnosedantes y ansiolíticos. Las encuestas poblacionales sitúan ese consumo por encima de la media europea, y los boletines oficiales muestran una tendencia al alza en los últimos años (3,4). Decimos “nervios”, decimos “no duermo”, decimos “me tomo algo y tiro”. Y tiramos, sí; pero hacia dónde, no siempre lo sabemos.
El gesto de callar (y lo que cuesta)
He aprendido —en mi cuerpo y en el de los demás— que callar también es un verbo fisiológico. Reprimir la emoción aumenta la activación autonómica y erosiona el vínculo con uno mismo y con el otro; como un gesto de brazos en cruz interior que pasa factura (5). Como estilo de vida, la supresión emocional se asocia a peor afecto y peor ajuste interpersonal (6). A esta dificultad para identificar y describir emociones la llamamos alexitimia; se relaciona con síntomas depresivos y ansiedad con efectos de tamaño pequeño-moderado en metaanálisis (7). Si de pequeño te enseñaron que llorar era perder, quizá tu cuerpo hoy expulse lo que no supiste nombrar. Y entonces vuelves a Urgencias con un electrocardiograma limpio y unas palabras sucias de vergüenza.
La ciudad sin plazas: soledad y desconexión
No nos faltan pantallas; nos faltan plazas. La evidencia es tozuda: la soledad —la real y la sentida— se asocia a mayor mortalidad en metaanálisis amplios (8). Y hasta un informe del Surgeon General estadounidense ha pedido reconstruir comunidad con el mismo empeño con el que combatimos el tabaco o la obesidad (9). El gesto de sentarse a hablar con alguien que no necesita “solucionarte” nada es medicina lenta; no se vende en farmacias y, sin embargo, previene pérdidas que no salen en ninguna analítica.
El precio de vivir siempre en alerta
El cuerpo sabe cuando vivimos pasados de vueltas. Bruce McEwen lo explicó con precisión: el estrés es una contabilidad. A la suma de microgolpes diarios la llamó carga alostática; al principio protege, a la larga desgasta (10). Cuando la alerta se cronifica, todo se resiente: sueño, memoria, paciencia, presión arterial, apetito. Y la brújula —la que llevabas dentro— empieza a marcar círculos.
A veces pienso que el gran lujo contemporáneo no es viajar ni estrenar móvil; es poder bajar el volumen sin sentir culpa. No lo enseñan en la escuela, y en el trabajo se pide justo lo contrario.
¿Somos una sociedad enferma o sólo cansada?
Hay una tentación: reducirlo todo a “salud mental individual”, como si el malestar fuera un asunto que se arregla sólo con fuerza de voluntad y alguna app de meditación. Y no. Una parte del sufrimiento es organizacional y político. En España, la Estrategia de Salud Mental del SNS 2022–2026 introduce enfoque de derechos, infancia y adolescencia, atención comunitaria y evaluación (11). En la Comunitat Valenciana se ha aprobado un Plan de Humanización 2025–2028 para aterrizar esa visión en los centros y medir experiencia, tiempos y trato (12). No lo resuelve todo, pero abre ventanas.
Porque la pregunta no es “¿está enferma la sociedad?”. La pregunta es “¿qué historias contamos sobre el malestar?”. Si creemos que es defecto del individuo, seguiremos recetando soluciones solitarias a problemas de convivencia. Si entendemos que hay estructuras que desgastan (jornadas imposibles, precariedad, hiperconectividad, prisas crónicas), empezaremos a repartir la carga.
El arte de expresar sin desbordar
No es casual que escribir, hablar en seguro, dibujar o rezar tengan efectos sobre la salud. No hacen magia, pero organizan. La investigación sobre escritura expresiva muestra beneficios pequeños o moderados y consistentes a muy bajo coste (13,14), y las revisiones clínicas ayudan a traducirlo en práctica (15). No es contar por contar; es poner forma al caos para que deje de gobernarnos desde la sombra. Y en la cama, diez minutos de palabras sinceras valen más que cuarenta de scroll infinito.
Expresar no significa derribar diques a todas horas. También necesitamos aprender cuándo y con quién hablar. En consulta lo resumo así: “tres personas con las que puedas estar sin performance”. Esas tres sillas son el mejor seguro de vida que conozco.
Propósito: un faro que no hace ruido
Hay una pregunta que cambia la calidad de la fatiga: ¿para qué?. No es mística barata; es psicología con pies en la calle. Tener cierto propósito —algo que trascienda el saldo del día— se ha asociado a mejor salud y hasta a menor mortalidad en cohortes largas (16), y el sentido de vida mantiene asociaciones pequeñas-moderadas con indicadores de salud física (17). No regala una vida fácil; da dirección cuando el mar está picado.
El propósito no se “encuentra” como un llavero; se construye con actos pequeños y repetidos: regar una planta, enseñar a un vecino a usar el ambú de su ansiedad, tocar a tu padre en el hombro cuando os cuesta hablar, salir a caminar cuando la cama te pide diez minutos más. Esos gestos levantan una casa.
¿Quiénes son los “locos”, entonces?
Lo escribo con cuidado, porque el lenguaje hiere: quizá los “locos” no sean los que expresan su dolor con gestos visibles, sino los que aprendimos a negarlo hasta volvernos de piedra. Y no lo digo como reproche; lo digo con compasión. Mostrar lo que duele —hacerlo con palabras, con lágrimas a su hora, con un “no puedo más” a tiempo— no es un espectáculo; es higiene. El problema no es el grito; el problema es la ciudad sin plazas donde gritar sea innecesario porque ya existe conversación.
Somos muchos los que estamos cansados. Y no pasa nada por admitirlo. Lo peligroso es normalizar una vida en la que nadie duerme bien, nadie pide ayuda, nadie confía, nadie se detiene dos minutos ante un árbol o un crío que te vuelve a traer una pelota. Qué simple parece. Qué difícil cuando se te olvidó pronunciar tu propio nombre en voz amable.
Un kit mínimo para días torcidos
No doy recetas universales —he visto demasiados cuerpos diferentes—, pero dejo aquí mis constantes vitales para una sociedad cansada:
- Dormir como tratamiento: luz de mañana, pantallas fuera de la cama, cafeína sólo hasta el mediodía, ritual breve antes de dormir. Dormir mejor se asocia a mejor ánimo y menor riesgo de depresión (18,19).
- Tres sillas confiables: tres personas con las que puedas hablar sin currículo. Agenda esos encuentros como si fueran medicación. La conexión protege (8,9).
- Escritura de diez minutos: durante tres noches seguidas, “lo que me pesa y lo que me importa”. Sin corregir, sin compartir si no quieres. Ayuda a dar forma (13–15).
- Un gesto de sentido al día: una llamada que pospones, un paseo, enseñar algo que sabes, plantar una maceta en la ventana. No soluciona el mundo, pero te sujeta (16,17).
- Nombrar antes que anestesiar: ansiolíticos cuando toca, sí; pero sin volverlos el único idioma (3,4).
- Revisar lo estructural: horarios, descansos, cargas, cultura de tu equipo. La salud no depende sólo de tu voluntad; también de cómo está organizada tu vida (11,12).
Y sobre todo, entender que el cansancio tiene sentido cuando lo ponemos en relación: con una historia, con una comunidad, con un futuro que merezca la pena. Hay fatigas que nadie puede evitar por ti; pero casi todas se llevan mejor acompañadas.
Epílogo en voz baja
Esta sociedad nuestra está desnortada, sí. Pero no es un diagnóstico final; es una fotografía tomada con luz mala. Podemos repetir el disparo. Volver a construir plazas. Dejar la prisa a un lado cinco minutos. Aprender a pedir —qué verbo difícil— y a decir “aquí me quedo contigo”, aunque sólo sea para estar en silencio.
He visto delirios curar silencios peores y silencios partir en dos a personas que nunca dieron un grito. Así que, si tengo que elegir, me quedo con los que sienten a cielo abierto, con los que aprenden a hablar en la lengua que duele, con los que nombran sin vergüenza. No hacen menos ruido que la niebla, pero alumbran. Y en tiempos cansados, cualquier luz es una forma humilde de valentía.
Bibliografía
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