Era miércoles. Primavera de esas que no piden permiso: luz limpia, una brisa que parecía recién lavada y el olor a café mezclado con azahar de algún patio cercano. Nos sentamos en una terraza al aire libre, dos sillas sencillas, una mesa pequeña, y ese murmullo suave de ciudad que sigue viviendo mientras, en otro plano, alguien se despide.
A él lo llamaré Mateo. No porque no tenga nombre, sino porque hay confidencias que se protegen. Está en cuidados paliativos, orientado en tiempo y espacio, con una lucidez que a veces impresiona más que cualquier analítica. Nos conocimos en el hospital. Primero fui “el enfermero”. Luego, sin darnos cuenta, se fue abriendo un lugar más humano: el del confidente. Y, con el tiempo, el de algo parecido a un amigo.
Ese día me lo dijo sin rodeos, como quien ya no tiene tiempo para decorar las palabras:
—Hoy no vengo a que me cuides. Hoy vengo a contarte algo.
Pidió un café solo. Yo pedí otro. Lo vi apoyar las manos en la mesa. Eran manos de alguien que ha vivido de verdad: no perfectas, no suaves, pero firmes. Y antes de hablar, se quedó un momento mirando la calle. No con nostalgia, sino con una especie de respeto.
—La muerte está en lo diario —dijo—. Y lo curioso es que, cuando la aceptas, cambia todo. No te vuelve valiente. Te vuelve… exacto.
No sé si fue la palabra o el silencio que la siguió, pero sentí que lo que venía iba a tocarme. Y así fue.
“Tengo miedo de perderme”
Mateo no habló primero del dolor. Ni del pronóstico. Ni de síntomas. Habló de algo más íntimo.
—Tengo miedo de perder la autonomía —confesó—. No por orgullo. Por identidad. Porque si dependo… ¿quién soy? Y tengo miedo de perder el sentido. Sin sentido, uno no vive: funciona.
Esa frase me atravesó. Porque yo la había pensado muchas veces, pero nunca tan clara.
Le pregunté qué era, para él, lo que más temía perder de verdad. Me miró, como si estuviera decidiendo cuánta verdad podía poner encima de la mesa sin que se rompiera.
—La libertad —dijo—. Pero no esa libertad de “hacer lo que me da la gana”. La otra. La de seguir reconociéndome por dentro.
Lo escuché y me vi reflejado. En mi propia vida, en mis propios miedos, en esa necesidad de ser competente, útil, necesario. Como si el valor de uno dependiera de estar siempre a la altura.
Mateo sonrió apenas, con una ironía amable:
—¿Sabes qué nos pasa a muchos? Que confundimos dignidad con rendimiento. Y cuando llega esto… —y señaló el aire, como quien señala lo inevitable— nos damos cuenta de que el cuerpo no negocia. El tiempo tampoco.
En ese momento no estábamos hablando de él. Estábamos hablando de todos.
La trampa noble del que cuida
Le conté, con prudencia, que yo también había notado algo parecido en mí: esa sensación de que la libertad se me pegaba a la utilidad. A funcionar. A resolver. A sostener.
Mateo asentía como si ya lo supiera.
—Es una trampa noble —me dijo—. Porque nace de algo bueno: del compromiso, del cuidado, de la responsabilidad. Pero si no la miras a tiempo, te roba la paz. Te hace creer que vales por lo que haces. Y entonces la vida se vuelve una carrera para demostrar que mereces existir.
Se quedó quieto. Luego añadió:
—Cuando te acercas a la muerte, no te preguntas “¿cuánto hice?”. Te preguntas “¿fui fiel?”. “¿Fui limpio con la gente?”. “¿Reparé lo que dañé?”. “¿Me mentí?”. Y ahí empieza el verdadero trabajo.
Noté que se le humedecían un poco los ojos, pero no por fragilidad. Por humanidad. Por claridad.
Culpa, reparación y el tiempo que no vuelve
Mateo me contó que, desde hacía semanas, le venía a la cabeza gente a la que había hecho daño. No en grandes escenas. A veces en detalles. Palabras dichas con torpeza. Ausencias. Egoísmos. Momentos en los que, mirando atrás, habría querido ser mejor.
—Lo que más me duele —dijo— no es que me juzguen. Es darme cuenta de que no supe hacerlo mejor cuando tocaba.
Le pregunté qué sentía al decirlo en voz alta. Se quedó mirando su café.
—Alivio… y tristeza —respondió—. Alivio por reconocerlo. Tristeza por lo que ya no puedo deshacer.
Ese “alivio con tristeza” me pareció una señal de algo sano: como si su alma dejara de pelear con lo imposible y empezara a abrazar lo real. Pero entonces llegó la parte más interesante.
—Y después del alivio y la tristeza —dijo— aparece el vacío.
Lo dijo sin dramatizar. Como una observación clínica de sí mismo.
—¿Vacío de qué? —pregunté.
—Vacío de personaje. De la máscara de “yo puedo”. Del orgullo de “yo sostengo”. Cuando eso cae, hay un hueco. Y ese hueco da miedo, porque ahí ya no hay excusas.
El silencio no siempre es huida
Mateo me explicó que, ante ese vacío, él no tenía ganas de llenarlo con acción ni con pensamiento.
—Yo lo lleno con silencio —me dijo—. Me siento y callo. Y al principio duele. Porque uno espera que el silencio le dé una respuesta. Pero el silencio no responde. El silencio revela.
Se inclinó un poco hacia mí y bajó la voz:
—El problema es cuando usas el silencio como herramienta para “conseguir plenitud”. Ahí ya lo estás forzando. Y la plenitud no se consigue. La plenitud aparece cuando dejas de exigirla.
Aquello me pareció de una lucidez brutal. Me recordó algo que intuimos, pero no practicamos: que lo esencial no se fabrica, se despeja.
En mi trabajo he visto a muchas personas luchar contra el silencio como si fuera un enemigo. Y he visto a otras —pocas— habitarlo con una paz que no es resignación, sino profundidad. Mateo era de esas.
Reconciliar sin redimirse
Me dijo que quería reconciliarse. Con personas concretas. Con su propia historia.
—Pero ojo —añadió—, reconciliar no es redimirse. No es pedir perdón para que me quiten la culpa y me den un certificado de “buena persona”. Eso sería otra forma de ego. Reconciliar es cerrar un vínculo con dignidad, aunque el otro no lo cierre conmigo.
Me pareció una lección ética en dos frases.
—¿Y si no te contestan? —pregunté.
Mateo se encogió de hombros.
—Entonces mi gesto sigue siendo limpio. Yo ya no controlo la respuesta. Solo controlo la verdad con la que me presento.
Ahí estaba su definición real de libertad: no la libertad de dominar el escenario, sino la libertad de elegir postura.
La libertad que no se pierde
En un momento de la conversación, le pregunté qué era para él la libertad ahora, en esta etapa.
Se quedó pensativo. Y respondió con una calma que me dejó sin defensa:
—La libertad no es poder. La libertad es consentir.
Entendí lo que quería decir sin que lo explicara demasiado: consentir no como rendición, sino como aceptación activa de lo inevitable para salvar lo esencial. Consentir el pasado. El límite. La tristeza. El cuerpo que cambia. La dependencia. Consentir sin humillarse.
—Esa libertad —me dijo— no me la puede quitar nadie. Ni la enfermedad. Ni el dolor. Ni la muerte. Solo me la quita la mentira de creer que valgo únicamente cuando funciono.
Me quedé callado. Porque en esa frase había una verdad que sirve para todos, incluso para quienes estamos sanos.
Lo que me dejó Mateo
Terminamos los cafés. La tarde seguía siendo primavera. La gente caminaba con bolsas, con prisa, con planes. La vida de siempre. Y sin embargo yo me sentía como si acabara de salir de una habitación distinta, más real.
Antes de levantarnos, Mateo me miró con una seriedad amable:
—Tú que cuidas —me dijo—, acuérdate de esto: tu valor no depende de tu competencia. Tu competencia es un servicio. Tu valor es anterior. Si no lo entiendes, un día te romperás intentando ser imprescindible.
Y añadió algo que aún me acompaña:
—No estás buscando plenitud. Estás recordando cómo se siente cuando no falta nada esencial.
Nos despedimos sin dramatismos. Con ese gesto sobrio de quienes ya no necesitan teatro. Caminé de vuelta con una certeza incómoda y, a la vez, liberadora: muchas de nuestras angustias no nacen del miedo a la muerte, sino del miedo a dejar de reconocernos.
Lo que el silencio me devolvió
Volví a casa con una idea terca, de esas que no se van aunque te distraigas: quizá llevamos demasiado tiempo confundiendo el valor con el rendimiento. Como si la dignidad fuera un salario que se cobra por producir, por resolver, por aguantar. Y sin embargo, ese miércoles, en una terraza cualquiera, entendí —o empecé a entender— que la vida se vuelve más verdadera cuando dejamos de tratarnos como un proyecto y empezamos a tratarnos como una persona.
Mateo no me dio una receta; me dejó una forma de mirar. Me mostró que el pasado no se repara a base de castigos internos, sino con una justicia sobria: reconocer lo que hiciste, aceptar lo que no supiste, y elegir hoy una postura más limpia. Me enseñó que reconciliarse no es pedir absolución, sino cerrar vínculos sin violencia, incluso cuando no hay respuesta. Y, sobre todo, me dejó algo que suena simple y por eso cuesta: el vacío no siempre es un fracaso; a veces es el primer espacio sin máscara.
Desde entonces, cuando el silencio aparece, intento no usarlo como herramienta para “conseguir” plenitud. Intento simplemente estar. Porque quizá la plenitud no llega cuando la persigues, sino cuando dejas de exigirte demostrar que mereces existir. Y en ese punto —muy despacio— el silencio deja de ser huida y se convierte en hogar.
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