Hay silencios que no llegan para destruirte, sino para recordarte quién eres cuando todo se detiene.

El aire huele diferente cuando termina el verano.
No es un cambio brusco; es una transformación lenta, casi imperceptible, como si el sol se retirara con humildad, sabiendo que ya ha dado todo lo que podía.
El calor se atenúa, las sombras se alargan, y la luz cae sobre los objetos con una dulzura nueva, casi triste.

Yo también me sentía así.
Después de meses intensos de trabajo, de turnos que se mezclaban con el amanecer, de madrugadas donde el cansancio se confundía con la ternura, y de días enteros cuidando cuerpos y almas ajenas, de pronto me encontré quieto.
El reloj seguía marcando las horas, pero el tiempo había cambiado de textura.
Ya no había pacientes, ni alarmas, ni urgencias.
Solo silencio.
Un silencio denso, que se metía entre los huesos como el aire húmedo de septiembre.


Cuando el cuerpo descansa pero el alma no

Hay un tipo de cansancio que no se cura durmiendo.
Un cansancio que no pesa en la espalda, sino en el pecho.
El cuerpo deja de correr, pero la mente sigue girando, como un ventilador encendido en una habitación vacía.

Durante días intenté convencerme de que solo era fatiga.
Pero pronto comprendí que no.
Era la resaca de la entrega, el eco de tantos gestos de cuidado, el vacío que deja lo que ha tenido demasiado sentido.

Había estado tan centrado en contener el dolor de otros, en sostener su miedo, en acompañar su locura, que olvidé que yo también necesitaba ser contenido.
En psiquiatría uno aprende a escuchar lo que no se dice, a leer el temblor en una mirada, a responder a un grito sin palabras.
Pero ese mismo silencio que abraza a los demás puede volverse sordo hacia uno mismo.

Cuando mi contrato terminó, el cuerpo respiró… pero el alma no.
El descanso se volvió desconcierto.
Y lo que creí alivio, fue un vacío inesperado: la pérdida del propósito.


El ruido interno del silencio

Dicen que el silencio cura, pero no siempre.
A veces el silencio amplifica.
Amplifica lo que evitamos, lo que guardamos bajo capas de deber.

En esos primeros días de descanso empecé a oír un rumor dentro de mí: cansancio, culpa, la sensación de estar suspendido, y una pregunta que dolía como una herida vieja:
¿Quién soy yo cuando no estoy cuidando?

Ahí estaba el vértigo.
No era el trabajo lo que me agotaba, era la distancia con mi propio sentido.
Había dado tanto hacia afuera que el adentro se había quedado sin voz.

Frankl escribió que “el sufrimiento deja de ser sufrimiento en el momento en que encuentra un sentido” (1).
Yo sufría, pero sin dirección.
El cuerpo me pedía pausa; el alma, propósito.
No había síntomas visibles, pero sí esa especie de náusea existencial que pesa más que el dolor físico (2).
Era el espíritu pidiendo aire, pidiendo un lugar donde respirar.


Entre el cuidado y el ser cuidado

He visto a muchos cuidadores —enfermeros, auxiliares, familiares— quedarse vacíos cuando cesa la exigencia.
No porque no amen su labor, sino porque confunden su valor con su función.
Cuando el hacer se detiene, el ser queda desnudo.

Jean Watson hablaba del cuidado transpersonal, esa conexión profunda donde tanto el cuidador como el cuidado se transforman (3).
Pero también advertía: sin autocompasión, el alma se fractura.
El amor al otro, si no se sostiene sobre el amor a uno mismo, se convierte en herida silenciosa.

No se trata de egoísmo, sino de ecología interior.
Como decía Travelbee, “para acompañar al que sufre, primero hay que haber hecho las paces con el propio sufrimiento” (4).
Yo aún no lo había hecho.
Y ese fue mi colapso más sutil: el alma pedía descanso, pero yo no sabía cómo concedérselo.


La pausa como lugar sagrado

Un día salí a caminar sin rumbo.
El viento arrastraba el olor a tierra mojada. Las calles estaban vacías.
Cada esquina me recordaba un eco, una urgencia, una historia.
Mi cuerpo avanzaba, pero mi mente seguía dentro de las habitaciones del hospital, entre respiraciones agitadas y miradas perdidas.

Entonces lo entendí: la pausa no es ausencia de acción, es un espacio sagrado donde el alma se acomoda para volver a mirar.
Asusta porque nos deja sin refugios, pero si resistimos el impulso de llenarla con ruido o distracciones, algo empieza a germinar.

Aquella tarde, sentado frente a la panorámica de mi pueblo, el cielo tenía el color exacto de la melancolía: un azul gastado con matices de cobre.
El viento olía a hojas secas y a promesa de lluvia.
Respiré profundo. No quise entender nada.
Solo estar. Solo sentir.

Y en ese instante, sin buscarlo, la vida volvió a hablarme.


Cuando la vida te pide silencio

No siempre la pérdida de sentido es una crisis.
A veces es un llamado.
Un modo que tiene la existencia de recordarnos que no somos máquinas de producir ni de salvar, que también necesitamos ser mirados y sostenidos.

Martinsen decía que “cuidar es una forma de ver” (5).
Yo había pasado meses viendo a otros, pero sin verme.
Cuando el alma se agota, no grita.
Se apaga lentamente, hasta que solo queda un susurro que dice:
“Vuelve a ti.”

El cansancio, comprendí, no era mi enemigo. Era mi maestro.
Un mensajero que llegaba para devolverme al centro, al origen, a lo esencial.


Redescubrir el sentido

El sentido no se recupera en un día.
Se reconstruye, como una casa después de la tormenta.
Primero se limpia el barro, luego se abre la ventana, y poco a poco, la luz vuelve a entrar.

Aprendí que el sentido no siempre vive en los grandes logros, sino en los gestos mínimos: en escuchar sin mirar el reloj, en cocinar con calma, en escribir sin saber qué decir.
El sentido no es una idea.
Es una forma de estar presente.


El alma que respira

Ahora lo sé: el cansancio no es un obstáculo, es una frontera viva entre lo que doy y lo que soy.
Estoy en ese límite, aprendiendo a detenerme sin sentir culpa, aprendiendo que descansar también es una forma de cuidar.
El alma, después de tanto sostener, necesita descansar para recordar por qué ama.

No hay fracaso en la pausa.
Solo verdad.
Solo humanidad.

El fin del verano no es una despedida: es una rendición suave.
El aire se vuelve más lento, el cuerpo deja de correr, y algo dentro —ese núcleo silencioso que rara vez escucho— empieza a hablarme con voz nueva.
Me dice: “Suelta. No corras. Respira.”

Y respiro.
Por primera vez en mucho tiempo, respiro sin prisa.
Siento cómo el aire entra y sale, cómo me atraviesa, cómo limpia sin pedir permiso.
Siento que la vida no me exige nada, solo presencia.

Ya no busco respuestas.
Sostengo mis preguntas como quien sostiene una vela en la oscuridad: con cuidado, con fe, con ternura.
Y en ese gesto mínimo descubro algo inmenso: que el sentido no se pierde, solo cambia de forma.
Que la vida, incluso cuando calla, sigue hablándome en voz baja.

Escucho.
Cierro los ojos.
Y mientras lo hago, siento que algo dentro de mí —algo que había permanecido dormido— vuelve a respirar.
El alma respira.
Y con ella, la vida entera.

Referencias

  1. Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2015.
  2. Yalom ID. El don de la terapia. Barcelona: Tusquets; 2014.
  3. Watson J. Nursing: The philosophy and science of caring. Rev. ed. Boulder: University Press of Colorado; 2008.
  4. Travelbee J. Interpersonal aspects of nursing. Philadelphia: F.A. Davis Company; 1971.
  5. Martinsen K. Care and vulnerability. Oslo: Akribe; 2006.

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