El verano de este año quedará marcado en mí por algo más que el calor o el tiempo de vacaciones. Fue un verano de pasillos largos, relojes que parecían andar de lado, persianas medio bajadas y un olor tenue a desinfectante mezclado con café recién hecho. Fue un verano en una sala de psiquiatría. Allí descubrí un silencio distinto: no hecho de máquinas ni de pasillos blancos, sino de miradas profundas, de gestos mínimos, de batallas interiores que pocas veces se nombran. Un silencio con textura, casi tibio, como una sábana recién extendida.
En ese entorno, la enfermería cobra para mí un sentido más hondo. Ya que no trata solo de acompañar el cuerpo enfermo, sino de sostener el alma herida, de ofrecer presencia en medio de la confusión, de devolver dignidad a quien ha sido tantas veces reducido a un diagnóstico (1) o a un estigma (2–4). Es recordar —a nosotros mismos y al mundo— que antes que “pacientes” somos personas, y que cada persona tiene una historia, una esperanza y un nombre.
Cuidar más allá del protocolo
Los protocolos son brújulas; nos orientan, nos protegen, nos ponen un marco. Pero en psiquiatría aprendí que, aunque necesarios, son insuficientes. Cuidar aquí es escuchar lo que no se dice, interpretar un gesto como quien descifra un poema, ofrecer calma sin palabras, ser testigo del dolor invisible (5).
Recuerdo el sonido seco de unas zapatillas contra el suelo: pasos cortos que iban y venían como olas. “No puedo parar”, me dijo él mirandome a los ojos. No le hablé de inmediato; acompasé mi respiración a la suya. Y cuando los pasos se hicieron más lentos, nos sentamos. Ninguna pastilla hace eso sola: hace falta alguien que sostenga el tiempo para que el alma pueda descansar.
Frankl me acompañaba en mi pensamiento silencioso, el cual me recordaba que la vida conserva su sentido incluso en medio del sufrimiento más oscuro (6,7). No todo dolor es evitable, pero casi todo puede ser acompañado. Y mi tarea, como enfermero, era recordarlo con cada gesto, con cada mirada, con cada presencia.
Aquella tarde, al llegar a casa, un compañero me escribió por WhatsApp: «Hoy tuvimos una mañana dura; gracias por quedarte un poco más». Y entonces entendí que el cuidado también se derrama entre nosotros. Somos diques los unos de los otros. Sin ese «entre», sin esa humanidad compartida, la técnica corre el riesgo de volverse una coreografía vacía.
El lenguaje del silencio
El silencio en psiquiatría pesa distinto. No es ausencia: es espacio compartido. Es quedarse sentado junto a alguien durante minutos interminables, sin decir nada, hasta que el corazón empieza a hablar por sí solo. Ese silencio dice: “te reconozco”, “no estás solo”, “tu fragilidad me importa” (1,7).
La literatura y la clínica nos enseñan que esta presencia enfermera —estar con, no solo hacer por— es en sí misma terapéutica: favorece el vínculo, reduce la ansiedad y otorga significado a la experiencia de enfermedad (8). En palabras de Travelbee, el cuidado surge del encuentro interpersonal y de la capacidad de ver al otro más allá de su etiqueta (1). Y Watson nos recuerda que el acto de cuidar es un acto moral que toca dimensiones espirituales, no solo biológicas (8).
Vi cómo un “buenos días” dicho sin prisa levantaba la tierra árida del miedo. Steinbeck tenía razón: lo humano está en lo sencillo (9).
Vi a una mujer insomne pedir “¿te quedas?” y aprender, que noche tras noche, el mundo no se derrumba si alguien acompaña.
Vi a una joven de mirada huidiza acercarse un centímetro cada día a la mesa, hasta que un jueves, sin ceremonia, se tomo timidamente un vaso de agua. Ese vaso, tan pequeño, pesaba como una montaña. La recuperación no siempre se anuncia con fanfarrias, ya que muchas veces llega de puntillas (10,11).
El estigma que no se ve (y cómo lo resistimos)
La sociedad suele medir la salud en números, gráficas, diagnósticos. Pero en psiquiatría aprendí que la salud también se mide en la calidad del vínculo, en el sentido que cada uno puede construir alrededor de lo que le pasa (6,10). El estigma —externo e interiorizado— sigue siendo un muro que duele, que aísla, que retrasa la búsqueda de ayuda (2–4).
Cuidar aquí es un acto de resistencia frente a esa reducción: es afirmar que cada persona es más que su etiqueta, más que su historia clínica, más que la sombra de un trastorno. Es levantar la voz contra el olvido, contra la indiferencia, contra el “eso no es real” que tantas veces han escuchado (3,4).
Recuerdo a un paciente gritar en la sala común, cuando grito tímidamente con lágrimas en los ojos: “Yo no soy mi diagnóstico”. Y yo pensé: esto es recuperar el nombre. Ya que recuperar el nombre es recuperar la humanidad perdida detrás de la enfermedad. Es recordar que antes que un “caso clínico” hay un ser humano con historia, emociones y sueños. Es romper el estigma que reduce a alguien a su diagnóstico. Es un acto de resistencia: afirmar “yo no soy mi trastorno, yo sigo siendo yo”. Porque la vulnerabilidad psicológica no borra la condición de ser humano; la revela con más fuerza (8). Tal vez por eso Mary Leamy, nos muestra porque el enfoque de recovery insiste en CHIME —Conexión, Esperanza, Identidad, Sentido, Empoderamiento— como cinco piedras de toque para volver a la vida (10).
La presencia que sostiene (y nos sostiene)
Hay días de nudos en el estómago, de urgencias encadenadas, de puertas que se cierran por seguridad, de palabras que hieren porque nacen del miedo. Y aun así —o precisamente por eso— la presencia se vuelve nuestro principal instrumento. Ser presencia es ofrecer un “mientras tanto” habitable: un rato seguro en el que respirar, comer, ducharse, tomar la medicación o simplemente existir. Ser presencia es recordar con el cuerpo que no todo es caos (8).
Me vienen imágenes: el tacto de una toalla tibia en las manos heladas de una mujer que tiembla; el escozor de los ojos al salir del turno y ver que el cielo, afuera, seguía siendo azul…
Hay también diálogos breves que me llevo como amuletos, como regalos de lo inesperado: «¿De verdad crees que puedo?»; «Gracias por estar ahí, por escucharme».
A veces el sentido es solo llegar al final del día; otras, poder llamar a una hermana y decirle «estoy un poco mejor». Otras es animarse a salir al paseo terapéutico de las mañanas y dejar entrar la luz. Y entonces, presenciamos el milagro de que cada pequeño paso, tiene un eco que no vemos, pero que actúa en lo profundo del ser (7,10,11).
Hacer sitio al espíritu
Quizá donde más hondo sentí el peso del silencio fue en la dimensión espiritual. No hablo de religiones —aunque para algunos sea fuente de consuelo—, hablo de esa parte de la persona que busca significado, propósito, orientación (8,12,13). Cuando la mente se nos llena de ruido, el espíritu se queda sin lugar.
Invitar a respirar, a nombrar lo que duele, a recordar un rostro querido; ofrecer un pequeño ritual (poner música, escribir tres líneas, dejar que el sol nos acaricie), es ya cuidar el alma. En nuestra práctica se abre espacio para esa conversación: ¿qué te sostiene?, ¿qué te ha sostenido otras veces?, ¿qué te gustaría que quedara en ti cuando esto pase? (12,13).
He visto cómo, cuando las personas se sienten escuchadas en lo más íntimo, la angustia cede un milímetro. Y ese milímetro puede significar la diferencia entre la noche cerrada y el primer hilo de luz.
Aprendizajes que me llevo (y que me habitan)
Si cierro los ojos y vuelvo a aquellas semanas, veo escenas pequeñas que me han tatuado por dentro: la mano apoyada en un hombro izquierdo, sin invadir, solo para decir “aquí estoy”, y en la mirada del otro un descanso breve, pero real. La silla que me invitaba a sentarme a su altura, mirar sin prisa el mismo punto de la pared y dejar que el tiempo hiciera su trabajo. La puerta que aprendí a cerrar por cuidado, no por miedo, y a abrir tan pronto como fuera posible para que la libertad volviera a entrar. El nombre pronunciado entero, sin diminutivos que infantilicen, recordando que cada nombre encierra una historia. Y el “gracias”: el que digo al terminar el turno, por lo que he recibido, y el que escucho —a veces apenas un gesto— cuando alguien logra dormir, comer o ducharse por primera vez después de días.
De todo el equipo de enfermería me llevo la certeza de que el nosotros también es cuidado. Un “¿cómo vas?”, un relevo generoso, una mirada que te dice “te cubro”, una broma que, en medio del cansancio, nos devuelve la risa. Nadie cuida solo. El cuidado no se entiende en soledad. El ‘yo’ alcanza su verdadero sentido cuando se integra en el ‘nosotros’ (el equipo, la relación con los pacientes, la comunidad de cuidado). Por eso, el nosotros es la forma más plena del yo en la enfermería.
Resistencia en lo humano
La enfermería en psiquiatría es resistencia en acto. No es una consigna: es una forma de estar en el mundo. Es mirar de frente lo que asusta y quedarse. Es asumir que hay días precarios y, sin embargo, apostar por la ternura como método.
Es creer, contra toda reducción, que el otro puede recuperar: reconectar, esperar, reconstruir identidad, hallar sentido, empoderarse (10). Y cuando no puede, cuando todo se hace muy cuesta arriba, entonces el cuidado es sostener sin juicio, aliviar, proteger, dignificar (8,12). En ese borde, la ética se vuelve carne: la dignidad no se negocia.
El eco del silencio
Hoy, al mirar atrás, siento que mi paso por psiquiatría fue un regalo que no sabía que necesitaba. Allí aprendí que la enfermería no es solo tarea: es presencia. No es solo técnica: es humanidad. No es solo acción: es un modo de estar, de quedarse cuando todo tiembla y, aun así, ofrecer un lugar donde respirar.
El eco de esos silencios me habita. Lo llevo en las manos cuando se posan en un hombro, en los ojos cuando sostienen la mirada, en el paso lento con el que cruzo un pasillo sin pretender arreglarlo todo, solo estar. Es un eco suave, como un hilo invisible que cose las horas: el “aquí estoy” que no hace ruido pero lo cambia todo.
Si alguno de vosotros —compañeros o pacientes— lee estas líneas, sabed que lleváis nombre en mi memoria. Pienso en las risas pequeñas que nos salvaron días, en las palabras que no dijimos pero entendimos igual, en cómo aprendimos a hacer sitio a la calma para que el miedo encontrara una puerta abierta. Cuando el mundo corra, recordaré la cadencia con la que aprendimos a atravesar las mañanas y, cuando el ruido vuelva, me sentaré a vuestro lado para escuchar lo que el silencio tenga que decir.
Y si al final del turno, o en la vida, alguna lagrimilla asoma, que no sea de tristeza. Que sea la forma que tiene la dignidad de regarnos por dentro. Porque, incluso en la fragilidad más honda, seguimos siendo dignos de cuidado, de sentido y de amor.
Bibliografía
- Travelbee J. Interpersonal Aspects of Nursing. Philadelphia: F.A. Davis; 1971.
- World Health Organization. World Mental Health Report: Transforming mental health for all. Geneva: WHO; 2022.
- Thornicroft G, Mehta N, Clement S, et al. Evidence for effective interventions to reduce mental-health-related stigma and discrimination. Lancet. 2016;387(10023):1123–1132.
- Patel V, Saxena S, Lund C, et al. The Lancet Commission on global mental health and sustainable development. Lancet. 2018;392(10157):1553–1598.
- Yalom ID. The Gift of Therapy: An Open Letter to a New Generation of Therapists and Their Patients. New York: HarperCollins; 2002.
- Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2004.
- Lukas E, Fabry JB. Meaningful Living: A Logotherapy Guide to Health. New York: Harper & Row; 1990.
- Watson J. Nursing: The Philosophy and Science of Caring. Boulder: University Press of Colorado; 2008.
- Steinbeck J. Al este del Edén. Barcelona: Debolsillo; 2014.
- Leamy M, Bird V, Le Boutillier C, Williams J, Slade M. Conceptual framework for personal recovery in mental health: systematic review and narrative synthesis. Br J Psychiatry. 2011;199(6):445–452.
- Barker P, Buchanan-Barker P. The Tidal Model: a guide for mental health professionals. J Psychiatr Ment Health Nurs. 2005;12(2):222–229.
- Puchalski CM, et al. Improving the quality of spiritual care as a dimension of palliative care: the report of the consensus conference. J Palliat Med. 2009;12(10):885–904.
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