Imagina un niño sentado en su habitación. Su abuelo le pone un vinilo viejo de los Rolling Stones, de Pink Floyd o de Serrat. El vinilo gira, y con él giran las palabras: metáforas densas, versos cargados de imágenes, historias que se abren como ventanas. El niño escucha, pregunta, se detiene, se asombra.
Ahora cambia la escena. Ese mismo niño, setenta años después, abre YouTube en su móvil y se encuentra con una canción de moda. Tres minutos de sonidos repetitivos, letras que repiten las mismas cinco palabras, un estribillo que se engancha a la memoria como un anuncio publicitario.
No es solo nostalgia. Es un hecho. La música ha cambiado, y con ella el lenguaje que alimenta nuestras mentes. La cuestión que nos desvela es simple y a la vez inquietante: ¿qué ocurre con el pensamiento humano cuando la música deja de nutrirnos con palabras y comienza a adormecernos con repeticiones vacías?
La evidencia que incomoda
No hablamos de sensaciones vagas ni de opiniones de “cuñado”. La ciencia lo confirma. Un estudio de Parada-Cabaleiro y colaboradores (2024) analizó miles de canciones y descubrió que la variedad léxica —es decir, la cantidad de palabras distintas— ha disminuido drásticamente desde los años sesenta hasta hoy (1).
Las canciones de antaño ofrecían un vocabulario amplio, una riqueza de expresiones que obligaba al oyente a interpretar, a pensar. La música actual, en gran parte, reduce ese abanico a la mínima expresión. Y lo que parece un simple cambio estético, en realidad afecta a la raíz de nuestro pensamiento.
Palabras, ladrillos del pensamiento
Las palabras no son un adorno. Son ladrillos con los que levantamos la arquitectura de la mente. Cuantas más palabras conocemos, más complejos son los edificios que podemos construir en nuestro pensamiento.
El estudio clásico de Hart y Risley (1995) demostró que los niños expuestos a un vocabulario pobre desarrollaban menos capacidad crítica y menor desarrollo intelectual (2). Lo mismo puede aplicarse a lo que escuchamos a lo largo de la vida: si la música nos ofrece un lenguaje reducido y repetitivo, nuestro pensamiento se vuelve más estrecho, más frágil, más incapaz de elevarse.
Es como tener un puñado de piezas idénticas de Lego. Con ellas, apenas podrás hacer una torre. Con mil piezas distintas, puedes levantar puentes, castillos, mundos enteros (3).
De relatos a estribillos
La música de antes era relato. Escuchar a Leonard Cohen era entrar en un poema. Oír a Serrat era aprender a Machado sin darnos cuenta. Bob Dylan cuestionaba la guerra con una guitarra en la mano. Cada canción era un pequeño universo, una grieta por la que se filtraba la luz.
Hoy, en cambio, muchas canciones son eslóganes sonoros. Un beat pegajoso, una palabra repetida en bucle, un estribillo diseñado para que la memoria lo retenga sin esfuerzo. Funciona en el mercado, pero empobrece la mente.
No se trata de demonizar un género. Todo arte puede tener valor. Pero sí de aceptar un hecho: la música popular de hoy, en su versión más comercial, ha dejado de ser un viaje al interior del alma para convertirse en un producto de consumo inmediato.
Consecuencias invisibles
Este cambio tiene efectos profundos:
- Pensamiento crítico debilitado. Menos palabras significan menos posibilidades de pensar distinto.
- Emoción reducida. Donde antes cabían la nostalgia, la protesta, la esperanza o la fe, hoy a menudo solo queda fiesta, deseo y dinero.
- Cultura uniformizada. La repetición constante borra la diversidad, y con ella la riqueza de lo humano.
Y así vamos creando generaciones que confunden entretenimiento con sentido, ritmo con profundidad, ruido con música.
Música y espíritu
Viktor Frankl lo dijo con claridad: el hombre necesita sentido incluso en lo cotidiano (4). Durante siglos, la música fue ese lugar donde lo cotidiano se convertía en trascendente. Un canto de trabajo aliviaba la carga, un himno de guerra fortalecía el valor, una canción de amor enseñaba a nombrar lo innombrable.
Hoy, gran parte de la música ha renunciado a esa función. Nos entretiene, sí. Nos hace mover el cuerpo. Pero pocas veces nos invita a pensar, a recordar, a soñar. En vez de abrirnos caminos hacia lo profundo, nos encierra en un pasillo de repeticiones vacías.
Y lo que está en juego no es solo el gusto musical, sino la capacidad misma de nuestra alma para expresarse.
La responsabilidad de elegir
Cada canción que ponemos en nuestros oídos es un ladrillo en la construcción de lo que somos. Podemos elegir lo fácil, lo repetitivo, lo que solo entretiene. O podemos buscar lo que nos exige, lo que nos enriquece, lo que nos regala palabras nuevas y con ellas pensamientos nuevos.
La música puede ser anestesia o despertar. Puede ser ruido o puede ser oración. Puede hacernos más dóciles o más libres.
La decisión, aunque parezca pequeña, es profundamente existencial. Porque lo que escuchamos no solo nos acompaña: nos moldea.
Quizá la pregunta no sea si la música moderna nos hace más tontos, sino si nosotros hemos aceptado resignados una música que ya no nos pide nada. La música de un pueblo refleja su espíritu. Y si la nuestra es repetitiva, pobre y superficial, ¿no será porque hemos permitido que también lo sea nuestra forma de pensar?
Podemos elegir distinto. Recuperar canciones que nos den palabras nuevas, melodías que nos abran horizontes. Volver a usar la música como puente, no como pasillo. Porque, como decía Nietzsche, “sin música, la vida sería un error”, pero también lo sería una vida alimentada solo de eslóganes disfrazados de canciones.
Referencias
- Parada-Cabaleiro E, et al. Lexical diversity in popular music: A cross-linguistic analysis from the 1960s to 2020s. PLoS One. 2024.
- Hart B, Risley TR. Meaningful differences in the everyday experience of young American children. Paul H Brookes Publishing; 1995.
- La música popular moderna te está haciendo más tonto. Fuente: https://www.instagram.com/reel/DNLr6HlK_Hs/?igsh=aXphMnJzZGkza2Ni
- Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2004.
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