Hay noches en que la vida se parte en dos. Una llamada de madrugada, un portazo que rompe el silencio, un cuerpo que ya no respira o un grito que desgarra la memoria para siempre. Quien ha vivido un trauma sabe que no hay marcha atrás: uno no vuelve a ser el mismo después de mirar de frente al abismo. Y, sin embargo, de ese mismo abismo puede nacer un fuego inesperado.

He conocido personas que perdieron a un ser querido por suicidio y hoy dedican su vida a acompañar a quienes caminan al borde de la desesperanza. He visto a hijos de víctimas de violencia convertirse en abogados para defender la justicia que les fue negada. También a jóvenes que sobrevivieron a incendios ser parte del cuerpo de bomberos, y a mujeres que crecieron en hogares de abuso elegir la psicología como forma de sostener a quienes aún no encuentran voz.

La herida, cuando se nombra y se trabaja, puede transformarse en brújula. Puede convertirse en vocación.


El trauma como punto de inflexión

El trauma, por definición, es una experiencia que desborda nuestra capacidad de afrontamiento. No se trata solo del dolor físico o psicológico, sino de la manera en que deja marcas en el cuerpo, en la mente y en la memoria. La neurociencia ha demostrado que el trauma modifica las conexiones neuronales, altera la respuesta al estrés y puede incluso cambiar nuestra percepción del tiempo (1).

Pero junto a este impacto devastador, también se ha descrito un fenómeno llamado crecimiento postraumático: la capacidad de algunas personas para encontrar nuevos significados, desarrollar mayor resiliencia y replantearse el sentido de su vida tras haber atravesado situaciones límite (2).

Viktor Frankl lo vivió en carne propia en los campos de concentración: “Al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino” (3). Muchos años después, la psicología contemporánea confirmó con estudios lo que Frankl intuía con su intuición existencial: el sufrimiento, bien trabajado, puede convertirse en fuente de sentido.


Profesiones marcadas por la herida

Si uno escucha con atención las biografías de médicos, enfermeros, psicólogos, abogados o policías, descubre un patrón recurrente: la vocación no siempre nace de la curiosidad intelectual o del azar, sino de una herida primigenia. Pienso, por ejemplo, en profesionales de la salud mental que me han confesado que su primer contacto con la depresión fue el suicidio de un hermano. Esa experiencia, que podría haberlos hundido, se transformó en un compromiso profundo, una suerte de promesa íntima: “Si no pude salvarlo a él, quiero salvar a otros”. La literatura científica respalda esta idea y recuerda que el duelo por suicidio suele movilizar búsquedas de sentido y cambios vitales radicales (4).

Algo parecido ocurre con la injusticia y el derecho. Jóvenes que vieron morir a un padre víctima de un asesinato o de un accidente impune encuentran en la abogacía un espacio de reparación. Un estudio realizado en la Universidad de Harvard sobre motivaciones vocacionales en derecho mostró que una parte significativa de los estudiantes refería experiencias de injusticia personal o familiar como motor de su decisión profesional (5).

También está el fuego que transforma a niños en bomberos. Quienes perdieron su hogar en un incendio, años después, se enrolan en cuerpos de emergencia. Ese olor a humo que nunca olvidaron se convierte en una memoria sensorial que los impulsa a estar precisamente allí donde otros huyen.

Y, por último, el abuso y la psicología. Muchas psicoterapeutas han contado cómo su infancia estuvo marcada por abusos emocionales, físicos o sexuales. Su elección profesional no fue casualidad, sino un intento de reparar, de dar voz y acompañamiento donde antes hubo silencio (6).

De este modo, la herida se convierte en brújula. No siempre de manera consciente: a veces la elección aparece como una intuición, un “yo quiero estar ahí”, que más tarde se comprende como un diálogo con la propia historia.


Entre la herida y la vocación

Hay algo profundamente humano en este movimiento: querer transformar la herida en servicio. Lo que antes nos paralizó ahora nos mueve. Lo que fue oscuridad ahora ilumina el camino de otros.

El filósofo francés Paul Ricoeur habló de la narración como la forma en que el ser humano repara su vida rota. Al narrar, al dar forma a lo sucedido, el trauma deja de ser un caos y se integra en un relato que orienta hacia el futuro (7). Quizá por eso tantos profesionales de la salud, la justicia o la seguridad construyen su vocación como respuesta narrativa a aquello que los marcó.

Frankl diría que el sufrimiento solo encuentra sentido cuando se lo pone al servicio de algo más grande que uno mismo. Y en estas elecciones profesionales vemos ese mismo movimiento: la vida herida que se abre en ofrenda.


El riesgo de repetir el trauma

Pero no todo es luminoso. También existe un riesgo: entrar en una profesión buscando sanar las propias heridas sin haberlas trabajado antes.

Un psicólogo que nunca elaboró el abuso sufrido en su infancia puede proyectar sus miedos en sus pacientes. Un médico que no procesó el duelo de un suicidio puede experimentar un burnout más intenso al enfrentarse a pacientes en riesgo. La literatura lo advierte: las profesiones de ayuda, cuando se ejercen desde una herida no resuelta, aumentan la vulnerabilidad al estrés vicario y al desgaste por empatía (8,9).

Por eso, junto al impulso vocacional, es esencial el autocuidado. La supervisión, la terapia personal, el descanso y la espiritualidad no son lujos, sino necesidades vitales para quienes eligieron su camino desde el dolor.


La belleza de transformar el dolor en servicio

Y, sin embargo, pese a los riesgos, hay una belleza indescriptible en ver cómo una persona convierte el dolor en motor de servicio. Es como si las cicatrices, en lugar de ser vergüenza, se transformaran en mapas que señalan el camino hacia los demás.

Podemos imaginar, por ejemplo, a una enfermera que, tras haber perdido a su hermano por suicidio, decide dedicar su vida a acompañar a adolescentes con depresión. Tal vez en cada sonrisa de esos jóvenes ella encuentre un eco del hermano ausente, como si, a través de ellos, algo de él siguiera vivo.

O pensemos en un policía que perdió a su padre en un atraco y que hoy patrulla las calles con una mezcla de dureza y ternura, decidido a que nadie más viva la misma experiencia.

También podríamos evocar a un abogado que, marcado por la muerte de su madre en un juicio injusto, se desvela preparando defensas imposibles, como si en cada causa defendida recuperara un pedazo de dignidad arrebatada.

En todos estos casos, la herida no desaparece. El trauma no se borra. Pero algo en el interior de esas personas decide que la herida no será inútil, que servirá, que tendrá un propósito.

Al final, creo que de eso se trata: de que el dolor no nos condene al vacío, sino que nos empuje a ser más humanos.


Todos tenemos heridas. Algunas visibles, otras secretas. Y aunque no todas se transforman en vocación, muchas veces son esas grietas las que nos hacen sensibles a ciertas luchas, cercanos a ciertos dolores, comprometidos con ciertas causas.

Quizá la vida no nos pregunte qué queremos ser, sino qué estamos dispuestos a hacer con lo que nos pasó.

Y entonces uno entiende que la profesión elegida no es solo un trabajo: es, muchas veces, la respuesta más íntima y silenciosa que hemos dado a la herida que nos marcó.


Referencias

  1. van der Kolk B. The body keeps the score: Brain, mind, and body in the healing of trauma. New York: Viking; 2014.
  2. Tedeschi RG, Calhoun LG. Posttraumatic growth: Conceptual foundations and empirical evidence. Psychol Inq. 2004;15(1):1-18.
  3. Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2004.
  4. Jordan JR, McMenamy J. Interventions for suicide survivors: A review of the literature. Suicide Life Threat Behav. 2004;34(4):337-349.
  5. Granfield R. Making elite lawyers: Visions of law at Harvard and beyond. New York: Routledge; 1992.
  6. Herman JL. Trauma and recovery. New York: Basic Books; 1992.
  7. Ricoeur P. Tiempo y narración. Madrid: Siglo XXI; 1995.
  8. Figley CR. Compassion fatigue: Coping with secondary traumatic stress disorder in those who treat the traumatized. New York: Brunner/Mazel; 1995.
  9. Bride BE. Prevalence of secondary traumatic stress among social workers. Soc Work. 2007;52(1):63-70.

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