Imagina un día cualquiera. Suena la alarma, miras el móvil antes incluso de recordar qué has soñado, desayunas con prisa mientras revisas correos, vas al trabajo, cumples tareas, respondes mensajes, vuelves a casa con la sensación de haber estado ocupado todo el día, pero sin saber muy bien para qué. Te acuestas cansado, te distrajiste un rato con series o redes, pero algo queda ahí dentro, como un hueco que no se llena.

Eso que hoy llamamos “vacío”, “ansiedad”, “estar quemado”, Dürckheim lo lee como el síntoma de una crisis espiritual profunda: la vida exterior ha crecido desmesuradamente —técnica, economía, eficiencia— mientras la vida interior se ha quedado raquítica (1). Hemos aprendido a funcionar, pero no a ser.


La herida del hombre funcional

Dürckheim describe al hombre moderno como un ser “funcionalizado”: definido por su puesto, su productividad, sus resultados, sus estadísticas (1). Ya no soy Diego, Ana o Luis; soy “el número de registro”, “el turno de noche”, “el que saca adelante tal proyecto”. El valor de la persona se mide en lo que rinde, no en lo que es.

Y esa mirada se nos mete dentro. Empezamos a tratarnos a nosotros mismos como un expediente: “no valgo”, “no llego”, “no soy suficiente”. Podemos tener un sueldo estable, un calendario lleno y, aun así, sentir una extraña despersonalización: estamos presentes de cuerpo, pero ausentes de alma. Dürckheim ve en esto la raíz de un malestar que no se resuelve con más ocio ni con más consumo, porque el problema no es de cantidad de experiencias, sino de profundidad de ser (1).

En el fondo, vivimos divididos: un yo que actúa hacia fuera —cumple horarios, se adapta, se viste de personaje social— y un sí-mismo callado, que no encuentra espacio para decir: “Esta no es del todo mi vida”.


Madurez: dejar de huir de uno mismo

Frente a este panorama, Dürckheim propone una idea de Madurez que va a contracorriente. No es llegar a cierta edad, ni acumular títulos, ni tener una biografía impecable. Madurar significa transformarse desde el SER y en el SER: permitir que toda la vida vaya tomando forma a partir del Ser esencial, de aquello que uno es en lo más hondo, más allá del carácter, de los miedos y de los papeles que interpreta (1).

En la práctica, esto implica algo incómodo: dejar de vivir solo mirando hacia fuera y empezar a hacerse preguntas que preferimos evitar. ¿Por qué hago lo que hago? ¿En qué estoy traicionando lo que de verdad siento y pienso? ¿Qué decisiones tomo solo por miedo al rechazo o a la pérdida de seguridad?

Aquí Dürckheim se encuentra con la intuición de Frankl: el ser humano no se conforma con bienestar; necesita sentido. Y cuando ese sentido falta, aparecen el vacío, el cinismo o la desesperación silenciosa, aunque por fuera todo parezca “normal” (2). La Madurez, entonces, es algo así como un acto de rebeldía interior: negarse a vivir únicamente como pieza útil y atreverse a ser persona en plenitud.


Transparencia: cuando se nota desde dónde vives

Esa Madurez verdadera culmina en la Transparencia. No es una virtud abstracta, sino un modo de estar en el mundo en el que la persona ya no vive solo desde su yo psicológico —herido, competitivo, temeroso—, sino que se deja atravesar por su Ser esencial, por esa dimensión en la que la Vida sobrenatural se hace presente (1).

Es ahí, cuando la Transparencia se nota en cosas pequeñas. En la enfermera que sigue mirando a los ojos al paciente confundido, aunque el servicio vaya desbordado. En el directivo que renuncia a una ventaja injusta, aunque nadie lo supiera, porque sabe que no todo se compra. En los padres que escuchan de verdad al hijo adolescente en lugar de responder con frases hechas. Son gestos concretos donde se ve que esa persona no solo “funciona”, sino que responde a algo más alto que la mera utilidad.

No es perfeccionismo moral ni espiritualidad de escaparate. Es coherencia: vivir, cada vez más, desde el lugar donde uno es verdadero. Eso es lo que vuelve “transparente” a alguien: cuando lo que hace deja entrever lo que le sostiene por dentro (1).


El Camino iniciático en medio del ruido

Dürckheim no se queda en la teoría. Habla de un Camino iniciático, un método que exige ejercicio constante, como quien entrena un músculo atrofiado (1). Este camino integra la tradición mística occidental —figuras como Maestro Eckhart— con la sobriedad del Zen: silencio, atención al cuerpo, a la respiración, a la presencia. Pero insiste en algo clave: no se trata de que el europeo “se haga budista”, sino de despertar una experiencia interior acorde con su propia estructura, con su cultura y su historia (1).

¿Cómo se traduce eso hoy? No necesariamente en irse a un monasterio o hacer grandes retiros. Se traduce en empezar a vivir la vida cotidiana como campo de trabajo interior. Tomarte unos minutos cada día para sentarte en silencio, aunque la mente corra. Respirar conscientemente en mitad del caos de una guardia o una oficina. Aceptar el conflicto, la enfermedad o la pérdida no solo como desgracia, sino como una llamada a reordenar la propia vida desde otro centro. Volver, una y otra vez, al cuerpo y a la respiración para no perderte del todo en la pantalla y en la urgencia.

Ese es el tono del Camino iniciático: menos frases bonitas, más fidelidad diaria. Menos buscar experiencias “espirituales” extraordinarias, más aprender a atravesar con hondura lo ordinario (1).


Experiencia del Ser: la Trascendencia que habita dentro

En el corazón de todo esto está la Experiencia del Ser. No es una idea, es un acontecimiento interior: descubrir, a veces en medio del dolor o del límite, que la Trascendencia no está solo “fuera” o “arriba”, sino misteriosamente presente en el propio Ser esencial (1). Esa es la Trascendencia Inmanente: lo sobrenatural que, en lugar de anular lo humano, lo colma y lo dignifica desde dentro (1).

Cuando alguien pasa por esta experiencia —aunque sea de forma muy humilde, muy velada—, cambian sus preguntas. Ya no se trata solo de “cómo salgo de esta” o “qué saco yo de aquí”, sino “para qué me está hablando esto”, “quién puedo llegar a ser a través de esta situación”. Se diluyen falsos antagonismos: Oriente y Occidente dejan de ser bloques enfrentados; creyentes y no creyentes ya no se dividen solo por etiquetas, sino por la disposición o no a dejarse tocar por la verdad de la propia vida (1,2).


Un día, algo en ti decide despertar

Quizá, al leer a Dürckheim, uno descubre que la verdadera crisis de nuestro tiempo no es solo económica, política o sanitaria, sino de sentido: nos falta alma en lo que hacemos (1,2). Y, sin embargo, ahí mismo se abre una posibilidad.

Un día cualquiera —en un pasillo de hospital, en el atasco, en la soledad de tu habitación— algo en ti puede decir: “No quiero seguir viviendo solo como pieza útil. No me basta con sobrevivir”. Ese instante, pequeño y silencioso, es ya el comienzo del Camino iniciático. A partir de ahí, cada gesto puede volverse un paso: la respiración que aquietas, la palabra que eliges no decir, la decisión difícil que tomas siendo fiel a lo que sabes que es verdadero.

Tal vez nunca tengas visiones ni grandes experiencias místicas. No hacen falta. Pero si, poco a poco, tu vida se va llenando de presencia, de coherencia y de una extraña paz en medio de la intemperie, entonces la Trascendencia habrá encontrado en ti un lugar donde habitar. Y, cuando eso ocurra, aunque sigas fichando en el trabajo, contestando correos y haciendo la compra, ya no serás solo alguien que funciona: serás, por fin, alguien que vive. Y esa diferencia, aunque el mundo no lo entienda, es lo que puede empezar a salvarnos por dentro (1,2).


Bibliografía

  1. Dürckheim K. El camino de la trascendencia. El hombre en busca de su integridad. Traducido por Concha Quintana. Bilbao: Ediciones Mensajero S.A.; 1996.
  2. Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2015.

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