En estos días vuelve esta imagen a mi mente; el camino rojo y vivo, como si la lluvia acabara de pelar la piel de la montaña. La camioneta rugía a lo lejos —o quizá era un trueno— y el aire olía a mango maduro y gasoil. Había charcos que devolvían un cielo gris con rajas de luz, gallinas escarbando, niños descalzos que se apartaban con una mezcla de curiosidad y sueño. Yo tenía la camisa pegada, barro hasta los tobillos y una idea martillándome el pecho: Dios es Tiempo.

Me visitó ahí, no en una biblioteca. Llegó mientras esperaba una caja de sueros que no llegaba, mientras anotaba nombres a lápiz en una libreta húmeda, mientras veía a una madre mirar al suelo antes de decir que sí. En Honduras primero, luego en Nicaragua, en El Salvador, en Guatemala. Qué curioso: la idea se me clavó en el pecho —“Dios es Tiempo”— al borde de un camino de tierra, con el olor dulce y agrio del mango maduro mezclado con gasoil, la camisa pegada por la humedad, esperando. Esperando a que llegara la camioneta con suero para el puesto de salud en Honduras; esperando a que amainara una tormenta en El Salvador para cruzar un puente de hierro; esperando la respuesta de una madre en Guatemala que miraba al suelo antes de aceptar una vacuna para su hijo. Allí, en esa “escuela de la espera”, comprendí que el tiempo no es una mera medida ni la sucesión indiferente de instantes; el tiempo hace y deshace, hiere y cura, abre y cierra, talla sentido. Todo lo humano —la libertad, la culpa, el perdón, la belleza, el mal— nos llega en forma de tiempo. Y si aún me atrevo a pronunciar la palabra “Dios”, quizá su nombre propio, en mi lengua frágil, sea ese: Tiempo.

No lo digo como consigna ni como dogma. Lo propongo como tesis vivida: que “Dios” nombra el horizonte y la hondura de mi experiencia temporal; que lo divino —si existe— se me hace accesible como la estructura viva que permite que algo ocurra, que algo importe, que algo pueda todavía ser. Escribo para defender esa intuición con lo que tengo: los países que me atravesaron, las guardias largas, el barro en las botas, algunos libros fieles y el deseo de no cerrar nada a martillazos. No vengo a probar nada; vengo a mostrar cómo me vino esta idea y por qué, desde entonces, me ayuda a vivir.


El tiempo que pasa, el tiempo que es

San Agustín decía que, si no le preguntaban qué es el tiempo, lo sabía; pero si le preguntaban, no lo sabía. Ese juego serio me ha salvado muchas veces: recordar que el tiempo tiene que ver con memoria, atención y espera; que habito el pasado como recuerdo, el presente como atención y el futuro como expectación (1).

Más tarde, leyendo y conversando, me fui enterando de que los filósofos discuten si el tiempo realmente fluye (teoría A) o si todo —pasado, presente y futuro— existe con el mismo peso, como si el universo fuera un bloque (teoría B, McTaggart) (2). Yo no voy a resolver ese duelo. Pero en ambos casos mi vida pide tiempo real para ser: para arrepentirme, para perdonar, para empezar de nuevo. Si el tiempo fluye, Dios se parece a una fuente que mantiene abierto el futuro. Si el universo es un bloque, Dios sería la hondura en la que todo encuentra su lugar, y yo, un ser que sólo puede asomarse a ese tapiz desde la aguja fina de su presente.


Física, flecha y cerebro: por qué siento la corriente

Hay una flecha. No porque yo lo diga, sino porque la vida lo exige: recuerdo el pasado, no el futuro; el café se enfría; una promesa se cumple —o no— hacia delante. A mí me ayudó pensar en la entropía: el universo empezó muy ordenado, y esa asimetría se refleja en nuestros vasos rotos, en nuestros rituales y en nuestras memorias (3).

También me ayuda algo de neurociencia: el cerebro no sólo “mide” el tiempo, lo habita. Aprende ritmos, ordena sucesos, estira o encoge minutos según el miedo o la alegría. Buonomano lo explicó con una claridad que me acompaña: no llevamos un reloj incrustado; somos una red que calcula en el tiempo, que anticipa y recuerda, que se afina con la experiencia (4,5).

No digo esto para “probar” nada, sino para honrar una intuición: no vivo un tiempo abstracto; vivo este tiempo encarnado, el que se dilata en la sala de espera del puesto de salud y se encoge en una sobremesa entre carcajadas. Cuando digo “Dios es Tiempo”, confieso que mi fe —la poca o mucha que tenga— pasa por cuidar cómo habito esos intervalos.


La clínica de la espera

En Centroamérica lo vi muchas veces: la espera humilla cuando no tiene horizonte (filas sin turno, promesas que no llegan), pero cura cuando tiene sentido (“aguantar” la diálisis porque hay una hija que llevar al colegio). Frankl, en aquellos lares, me dio palabras para eso: lo decisivo no es lo que me pasa, sino cómo me coloco frente a lo que me pasa; el sentido no es una idea, es una tarea en el tiempo (6).

La psicología empírica —lejos de quitar poesía— me ayudó a poner suelo. Zimbardo y Boyd hablan de perspectivas temporales: hay quien se queda clavado en un pasado negativo; hay quien vive sólo en el presente inmediato; hay quien se proyecta tanto que se olvida de vivir. A mí me sirvió buscar una mezcla más amable: reconciliar el pasado, cuidar el presente, abrir el futuro. Y poner nombre y fecha a lo que espero: cuando el bien tiene cita, aguantar es más posible (7).


Argumentos, pero en voz baja

He escuchado a quienes argumentan a favor de Dios con paciencia lógica. Algunos hablan de contingencia: todo lo que veo parece depender de otra cosa; no puedo explicar la totalidad de lo dependiente sólo con piezas dependientes; hace falta un nivel fundamental que no dependa de algo previo. Rasmussen imagina ese fundamento sin límites “impuestos” desde fuera: si no puede justificar sus “bordes” apelando a causas externas, entonces esos bordes no son necesarios; y hablar de un fundamento sin límite en valor y poder empieza a rozar la palabra “Dios” (8).

También hay versiones modales del viejo argumento ontológico: si es posible un ser necesario, entonces existe. Plantinga lo afinó; otros lo han impugnado con un “inverso” simétrico (9). Yo, que no soy lógico profesional, agradezco esas escaladas como quien mira a buenos alpinistas: no necesito seguirlos hasta la cumbre para entender algo esencial. Y lo esencial, para mí, es esto: si hay fundamento, sostiene mi tiempo. Si no lo hay, el tiempo sigue siendo el único lugar donde puedo convertir el dolor en sentido, la culpa en reparación y la belleza en gratitud. En ambos casos —con Dios o sin Dios— el tiempo se vuelve sagrado.


Objeciones que me hago

¿No estoy reduciendo a Dios a un reloj?
No. Cuando digo “Dios es Tiempo”, no digo “Dios es cronómetro”. Digo que, si hay algo así como lo divino, se me muestra como posibilidad: la apertura para que algo ocurra, para que el pasado no me aniquile, para que el futuro no me asuste, para que el presente no me arrase. Si prefieres el lenguaje clásico, puedes llamarlo acto de ser; yo, que soy de barro y mochila, como dirían en américa latina, lo llamo tiempo que da chance.

¿Y el mal? ¿Por qué permite tiempos horribles?
Porque el tiempo no es sólo calendario: es libertad, riesgo, historia. Pedir un mundo sin posibilidad de fallar sería pedir un mundo sin posibilidad de amar. No hay atajo teórico que disuelva el dolor; lo único decente que he encontrado es no escamotear los procesos —duelar sin prisa, perdonar sin ingenuidad, esperar sin anestesia— y agarrarme a pequeñas promesas cumplidas a su hora.

¿No es todo simbólico?
Sí, y gracias. El símbolo no es adorno: es puente entre lo que sé y lo que vivo. Esta frase —“Dios es Tiempo”— no me ordena el mundo; me lo hace habitable.


Cuatro escenas que me enseñaron a rezar con el reloj

Antes de contarlas, confieso algo: no busqué estas escenas; ellas me encontraron cuando yo sólo intentaba cumplir con lo urgente. No son “casos” ni anécdotas para ilustrar teorías: son los lugares donde entendí que el tiempo puede ser una forma de cariño y, a veces, el único nombre de la esperanza.

  1. Honduras, dos de la tarde. La lluvia golpea como si el cielo se rajara. La enfermera guarda jeringas en una caja de galletas. Una abuela me toma la mano y me pide que espere: “El niño está dormido; déjelo un ratito”. Esa “espera mínima” no es logística: es cuidado. El tiempo se vuelve piedad: respetar el sueño del niño es también respetar a la abuela y su forma de amor.
  2. Nicaragua, amanecer. Un taller de duelo con madres que perdieron a sus hijos migrando. Hablan de “no olvidar nunca”, pero también de “poder volver a cocinar sin llorar”. Aprenden a ritualizar el recuerdo: los jueves encienden una vela; los domingos escriben una carta imaginaria. No cambian el pasado, pero transforman su peso. El tiempo vuelve a ser habitado, y en ese habitar aparece el sentido.
  3. El Salvador, carretera. Un chico tatuado, con miedo, me confiesa que quiere “salirse” de la pandilla. No hay teología abstracta que sirva: hay que tejer futuros concretos (documentos, oficio, protección). El Dios-Tiempo no es magia: es intervalo que se llena de decisiones.
  4. Guatemala, volcán al fondo. Subimos cargados con agua y sales. En el silencio de la ladera, el mundo huele a pino. Recuerdo a Kierkegaard: la verdad que importa no es una ecuación, es un modo de existencia. Si hay Dios, me sale pensarlo como paciencia creadora que sostiene ese andar.

Liturgia laica de la espera: prácticas para encarnar la tesis

No pretendo recetarios. Lo que sigue es apenas un puñado de gestos que a mí me han ayudado a habitar el tiempo con más verdad. No garantizan nada; se parecen más a aprender un ritmo que a cumplir un checklist. Si algo te sirve, tómalo. Si no, suéltalo y sigue caminando.

Kairós sobre crónos. El griego distingue el tiempo medido (chrónos) del tiempo oportuno (kairós): ese “momento justo” para decir sí, para callar, para pedir perdón. Yo lo cultivo con micro-rituales: antes de contestar un mensaje agresivo, tres respiraciones; antes de decidir un gasto, veinticuatro horas. A veces, sólo eso le devuelve dignidad al instante.

Diario trenzado (pasado–presente–futuro). Cada noche, tres líneas: 1) “Hoy agradezco…”, 2) “Hoy aprendí…”, 3) “Mañana me propongo…”. Es mi manera de reconciliar memoria, atención y expectativa —la trinidad temporal de San Agustín, pero en versión bolsillo (1).

Esperas con nombre. No espero “en general”. Espero por alguien o para algo. Le pongo nombre y fecha al bien que aguardo. Descubrí que esta concreción protege del desgaste y orienta la conducta (7).

Ayunos de inmediatez. Un día a la semana, ningún envío exprés, ningún “comprar ahora”. Reeduco la dopamina del deseo: que la vida no sea sólo refrescar pantallas, sino habitar intervalos.

Promesas humildes. Las grandes promesas se rompen fácil; las pequeñas, cumplidas a tiempo, te vuelven confiable. Y la confiabilidad —aprendí— es ética del tiempo.

Nada de esto es obligatorio ni santo por sí mismo. Pero, juntos, estos hábitos afilan el oído para el kairós: aprendo a escuchar cuándo algo pide espera y cuándo pide paso. A veces —las mejores— ese oído me salva de mí.


Coda: si Dios fuera tiempo…

Si Dios fuera tiempo, cada segundo sería semilla y cicatriz, parto y sutura. La cocina sería un santuario cuando esperas sin humillar; el pasillo del hospital, un claustro cuando acompañas sin reloj; el calendario, un salterio de horas que no se compran ni se devuelven.

Si Dios fuera tiempo, no habría que demostrarlo, habría que guardarlo y devolverlo: cumplir una promesa a su hora, abrir mañana a quien ya no lo ve, reparar la deuda de ayer, proteger lo que nace. El milagro no sería romper el reloj, sino aprender la música del kairós: entrar cuando toca, callar cuando salva, permanecer cuando duele.

Si Dios fuera tiempo, la eternidad no estaría “después” de las horas, sino dentro de una hora vivida con verdad: el minuto en que perdonas, el minuto en que pides perdón, el minuto en que sostienes una mano que tiembla. Lo sagrado no caería del cielo: se haría espacio en nuestra manera de medir, de esperar, de recordar.

Cuando repaso mis escenas en Honduras, Nicaragua, El Salvador y Guatemala, escucho la misma campana: Dios no interrumpe el tiempo; lo sostiene para que el amor quepa dentro. Y entonces sólo me queda esta pregunta —la más honda que sé formular al cerrar estas líneas y abrir el día—:

Si cada minuto fuera un nombre de Dios —es decir, si cada minuto fuera sagrado—, ¿a quién le vas a dedicar el próximo?


Referencias

  1. Agustín de Hipona. Confesiones. Libro XI. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos; ed. clásica en español.
  2. McTaggart JME. The Unreality of Time. Mind. 1908;17(68):457–474.
  3. Callender C. Thermodynamic Asymmetry in Time. En: Zalta EN, editor. The Stanford Encyclopedia of Philosophy. Stanford University; edición actualizada.
  4. Buonomano DV. Your Brain Is a Time Machine: The Neuroscience and Physics of Time. New York: W. W. Norton; 2017.
  5. Buonomano DV, Maass W. State-dependent computations: spatiotemporal processing in cortical networks. Nat Rev Neurosci. 2009;10(2):113–126.
  6. Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2015.
  7. Zimbardo PG, Boyd JN. The Time Paradox: The New Psychology of Time That Will Change Your Life. New York: Free Press; 2008.
  8. Rasmussen J. How Reason Can Lead to God. Downers Grove (IL): IVP Academic; 2019.
  9. Plantinga A. The Nature of Necessity. Oxford: Clarendon Press; 1974.

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