Fue una buena compañera de carrera y ahora enfermera quien me escribió por Instagram en la madrugada de una guardia: “Tienes que ver Yo antes de ti; me dejó temblando por dentro”. Busqué la película como quien persigue una luz al fondo del pasillo. Se me escapaba de las plataformas, pero insistí. Cuando al fin la encontré, entré en ella despacio, como quien se quita los zapatos antes de cruzar un umbral sagrado y le di al play con la misma reverencia con la que, en planta, me siento al borde de una cama para escuchar.

No voy a hacer una reseña. Quiero pensar en voz alta como enfermero y como hombre. Porque, a veces, el cine emociona tanto que instala un relato; y cuando ese relato romantiza lo que a mi juicio es problemático, siento la obligación de decirlo con respeto, pero sin miedo.

Yo antes de ti me dejó una piedra en el pecho. Y no por la historia de amor, sino por lo que se sugiere: que el suicidio asistido puede presentarse como un gesto hermoso, casi redentor. En mi lectura, la película lo romantiza y, de forma indirecta, lo promueve. Y si un hombre con dinero, acceso a cuidadores, rehabilitación, recursos y amor decide “tirar la toalla”, ¿qué no hará quien no tiene nada de eso?

Y ahora bien, hay una pregunta que me persiguió toda la noche: ¿qué vida interior tiene Will Traynor? Porque el bienestar material, la belleza de quien te cuida y hasta la emoción brillante de los viajes no son sustitutos del sentido. El sentido no se compra ni se delega; se forja. Esa forja es dolorosa, sí, pero es la que nos permite atravesar lo que no tiene remedio.


Lo que la película no cuenta (y la clínica sí): vida digna, no muerte “digna”

Durante mi breve paso por Los Camilos aprendí algo que no me cansaré de repetir: lo digno es la vida—también cuando está quebrada—, y nuestra tarea no es fabricar muertes bonitas, sino quitar indignidades: dolor no tratado, soledad, confusión, vergüenza, abandono, sensación de “ser una carga”. La OMS lo dice claro: el paliativo es un abordaje integral—físico, psíquico, social y espiritual—que debe iniciarse temprano, en paralelo al resto de tratamientos, para mejorar la calidad de vida del paciente y su familia (1–3). En castellano sencillo: hay mucho que hacer incluso cuando ya no podemos curar.

En la película, sin embargo, el foco se desplaza a otra parte: a una épica individual que culmina en la decisión final de Will. No cuestiono el derecho a pensar, a elegir, a decir “hasta aquí”. Cuestiono que el film lo envuelva en un halo de belleza que puede funcionar como manual emocional para un perfil específico de espectadores. Ya que la libertad, si se despega de la verdad del cuidado y de la responsabilidad con quienes te aman, se queda hueca. Frankl lo dijo mejor que nadie: el ser humano puede trascender su sufrimiento si encuentra un sentido que lo sostenga (4). Y el sentido, con frecuencia, no aparece solo; se convoca en el encuentro con el otro (5–7).

No todo sufrimiento es evitable, pero sí es abordable. Dolor: analgesia bien pautada. Síntomas refractarios: sedación proporcional, con consentimiento y criterios claros. Ansiedad y desesperanza: acompañamiento psicológico y espiritual, presencia terapéutica, vínculos, rituales, comunidad. Y, por favor, tiempo—que es el gran analgésico de lo humano (1–3,8–10). La clínica es menos romántica y más paciente que el cine, pero suele salvar vidas por dentro.


Will Traynor y el espejismo de la libertad “pura”

La figura de Will me confronta. Lo diré con crudeza cariñosa: veo egoísmo relacional. No un egoísmo vulgar, sino el de quien cierra el círculo sobre sí mismo y deja a su familia y a Louisa con un duelo en riesgo de cronificarse: preguntas sin respuesta, culpa flotante, rabia muda, recuerdos que pinchan (11–13). Quien trabaja en clínica conoce ese olor agrio que deja la decisión unilateral: cartas escritas a destiempo, objetos que se convierten en fetiches del dolor, noches donde el cerebro rumia “podría/ debería/si hubiera…”.

Llamar libertad a esa decisión sin mirar su impacto relacional me parece incompleto. La libertad auténtica no es un gesto islandés; es un acto situado en vínculos. Jean Watson habla del cuidar transpersonal como encuentro que transforma a ambos (14). Kristen Swanson lo describe como cinco procesos—conocer, estar con, hacer por, posibilitar y mantener la creencia—que sostienen al otro cuando tambalea (15). Joyce Travelbee lo llamaría “encuentro humano”: cara a cara, donde dos sufrimientos dialogan y se salvan de la soledad (16). Si yo, desde ese tejido, me voy de una forma que impide el trabajo del duelo, ¿cuánta carga dejo?

Y no, no hablo de obligar a nadie a vivir como castigo. Hablo de ensancharnos—como personas y como sistema—para que la desesperación no sea la única puerta. Hablo de rehabilitación persistente, de proyectos adaptados, de micro-objetivos (volver a leer media hora, aprender algo nuevo con la mano que queda, iniciar un grupo de mentoría online), de comunidad que visitan la casa y abren ventanas y risas. Hablo de espiritualidad—con o sin religión—que nos recuerda que mi yo no es el centro de todo (4,7,17).


Si el rico “se rinde”, ¿qué mensaje le damos al que no tiene?

Este punto me duele. Si un hombre con todo—recursos, acceso a cuidadores, oportunidades, una mujer brillante a su lado—renuncia, ¿qué relato le queda a quien no tiene fisioterapia, ni psicoterapia, ni red, ni dinero para analgésicos adecuados? La romantización del gesto puede convertirse en un modelo aspiracional: el suicidio asistido como salida bella, casi estética. No es solo un debate filosófico; es un riesgo de salud pública. En enfermería, sabemos que el contagio narrativo existe: cuando se normaliza una conducta, aumenta su aceptabilidad. Y cuando la aceptabilidad sube, algunos cruzan líneas (18–20).

La enfermedad no solo hiere el cuerpo: hiere las narrativas. Por eso necesitamos otros relatos en el espacio público: relatos de perseverancia, de adaptación creativa, de proyectos nuevos. Callista Roy diría: adaptación como proceso y resultado—integrar lo irremediable sin perder identidad (21). Virginia Henderson nos recordó que el cuidado consiste en ayudar a hacer lo que la persona haría por sí misma si tuviera fuerza, voluntad o conocimientos (22). El trabajo es ese: devolver agencia—no oficiar despedidas elegantes.


Egoísmo relacional: cuando mi final se vuelve tu principio roto

Voy al hueso. Cuando alguien elige irse sabiendo que otros lo aman y que aún hay campos de cuidado por explorar, su libertad deja esquirlas. Las hijas que se preguntan si “no fueron suficiente”, los padres convertidos en piedras, los compañeros que aprietan los dientes para seguir. En clínica, lo vemos: duelos complicados que se quedan años congelados, culpa que se pega a las manos, rabia que se disfraza de silencio (11–13,23). No digo que toda muerte elegida provoque esto; digo que la romantización no enseña la factura. Y que la factura la pagan los vivos.

Aquí me sirven Peplau y Orlando: la relación interpersonal cuidador-paciente se asienta en la comunicación honesta y en la respuesta a necesidades inmediatas (24–25). Si el relato social empuja a cerrar rápido—“dejemos que se vaya, no lo obstaculicemos”—nos perdemos las conversaciones duras: miedo a la dependencia, vergüenza por los cuidados íntimos, terror al futuro, resentimiento con el cuerpo. En esas conversaciones, a veces, cambia algo. No siempre; a veces. Pero ese a veces merece la oportunidad.


Disciplina interior: mente, discernimiento, acción, oración

En tiempos de ruido, creo en una ética sencilla y viril (de virtus, fuerza del alma):

  • Disciplina de la mente. No creerle todo a la desesperación. Martha Rogers y Margaret Newman recuerdan la salud como proceso expansivo de conciencia (26–27). La mente—cansada, dolida—puede secuestrarnos; es trabajo cotidiano recuperar el timón.
  • Discernimiento. Distinguir entre no puedo vivir como antes y no merece la pena vivir. Parse habla del humanbecoming: co-crear significado incluso cuando el horizonte se estrecha (28). La diferencia no es semántica; salva vidas.
  • Acción. Pequeña, concreta, repetida. Patricia Benner nos enseñó que la pericia se adquiere en la práctica—del novato al experto—con pequeñas decisiones encarnadas (29). En rehabilitación, eso se llama micro-progresión. En el alma, hábitos.
  • Oración/recogimiento. Llamadlo meditación, plegaria, silencio activo. Simone Roach y Katie Eriksson vieron el caring como acto caritativo que crece en humildad y compasión (30–31). Pararse a respirar, a escuchar el mundo, no es fuga: es entrenamiento para estar.

Esa cuadratura—mente, discernimiento, acción, oración—no evita el dolor; lo habita de otro modo. Y es, a menudo, contagiosa: cuando la familia ve a alguien luchar por dentro, encuentra fuerza para luchar alrededor.


Transculturalidad y justicia: cuidar también es reparar desigualdades

Madeleine Leininger insistió en que el cuidado debe ser culturalmente congruente (32). En otras palabras: no todos vivimos ni sufrimos igual; no todos podemos elegir con la misma libertad. La romantización del gesto individual—en un ático, con flores y una carta—borra las condiciones materiales. Joan Tronto y Nel Noddings hablaron de la ética del cuidado como responsabilidad política (33–34). La pregunta es incómoda: si una película instala el modelo dorado del suicidio asistido, ¿a quién le queda “digno” cuando el barrio no tiene equipo domiciliario, ni opioides accesibles, ni apoyo psicosocial?

Lynn Keegan, Barbara Dossey y Susan Luck, desde la enfermería holística, recordaron que entorno, hábitos, espiritualidad y comunidad son parte del tratamiento (35). No es poesía: es salud pública.


Lo que haría con Will (si pudiera volver atrás)

Si Will se sentara frente a mí, haría esto:

  1. Evaluación completa del sufrimiento: dolor físico, síntomas refractarios, depresión, ansiedad, desesperanza, vergüenza, sensación de carga. Derivaciones reales (medicina del dolor, psicología/psiquiatría, trabajo social, capellanía o acompañamiento espiritual) (1–3,8–10).
  2. Plan de rehabilitación adaptado: objetivos semanales, rehabilitación intensiva a la medida de sus capacidades, tecnología asistiva, terapia ocupacional orientada a proyectos con sentido (enseñar, mentorear, crear). Autonomía no es “hacer solo”: es poder decidir apoyado (22).
  3. Círculos de pertenencia: grupos de pares con lesión medular, espacios de narrativa (escritura/voz), rituales sencillos (café semanal con amigos, encuentro con familias en situación similar). Noddings diría: relaciones que nos sostienen (34).
  4. Conversaciones difíciles (con él y la familia): “¿Qué te da vergüenza? ¿Qué te ha quitado esta enfermedad que te hace sentir menos hombre? ¿Qué significa para ti ‘dignidad’?” Acompañar no es consentir en todo; es no eludir lo verdadero.
  5. Tiempo. Porque el alma no gira una esquina cuando el guión lo decide.

Quizá, después de todo, seguiría eligiendo irse. Pero el proceso—largo, honesto, compartido—sería otro. Y el duelo de los suyos, tal vez, menos punzante.


Humanización: nombres propios, manos templadas, luces bajas

En planta, el cuidado tiene color y olor. Luz baja a las siete, oxímetros que se iluminan como luciérnagas cansadas, café recalentado, lejía, música de un móvil al fondo. Una auxiliar peina con paciencia, un celador bromea en el control de enfermería, yo ajusto la bomba y pregunto: “¿Qué le preocupa hoy?”. Parece nada, es todo. Henderson—otra vez—: ayudar a respirar, comer, dormir, moverse; compañía para lo que no se puede solo (22). Orlando: responder al síntoma que el paciente percibe; no a lo que a mí me parece (25). Boykin y Schoenhofer: enfermería es cuidar, no administrar intervenciones (36). Mayeroff: cuidar es posibilitar al otro ser él mismo (37). Rizzo Parse: estar con, no sobre (28). Rogers: recordar que toda persona es un campo de energía con historia y porvenir (26). Y Bermejo, Siles, Cuesta Benjumea: narrar la experiencia—porque contarla la redime un poco (38–40).

Esto es lo que me falta en Yo antes de ti: tiempo clínico—tiempo humano—para que el sentido tenga ocasión de asomar.


Lo confieso: no compro la épica

No puedo aplaudir la epopeya de Will. La veo esteticista, solitaria, con brillo de libertad pero pobre de vida interior. La veo dejar tras de sí esquirlas que otros tendrán que barrer con manos desnudas. La película cuenta un amor que no basta; yo prefiero contar cuidados que sí bastan—no para curar, sino para hacer vivible la vida. Prefiero el heroísmo de Louisa cuando se queda, cuando improvisa alegría, cuando honra. Y prefiero, sobre todo, el heroísmo silencioso de tantas personas con lesión medular, que reinventaron su misión y, sin focos, sostienen a otros.

Yo antes de ti me empujó a escribir esto. Gracias, compañera—la que me lo recomendó—por abrir la puerta. No comparto el mensaje; pero me sirvió para afinar la brújula: vida digna hasta el final, paliativos tempranos, presencia que sostiene, disciplina interior que pelea el sentido, y una palabra que hoy quiero rescatar: fidelidad. A veces el amor no salva; acompañar, sí.


Bibliografía

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