Hay dos imágenes que vuelven cuando el día afloja y la casa se llena de ese silencio de poso, como cuando el café se asienta y deja un círculo oscuro en el fondo de la taza. La primera es mi tío Amador: sacerdote misionero, aspecto regio y corazón ancho. Nunca me juzgó, aunque mi historia tuviera las curvas y cicatrices que tiene cualquier vida. Me daba consejos con voz serena, sin levantarla, como quien enciende una lámpara y luego se aparta para que la luz haga su trabajo. Lo acompañé hasta sus últimos momentos; su respiración lenta y esa mirada suya —entre firme y tierna— siguen ahí, adentro, como una brújula que no falla.

La segunda imagen es mi abuela materna. Me crió como a un hijo. En su cocina el tiempo llevaba delantal: el olor del puchero subía como una oración, los azulejos tenían un brillo humilde, y sus manos, ásperas y cálidas, lo arreglaban casi todo. También a ella la acompañé al final. Y desde entonces, cuando huelo naranja recién pelada u oigo una radio vieja crepitar en la sobremesa, la siento volviendo, no como un fantasma que asusta, sino como presencia que sostiene.

Hoy quiero hablar de eso. De la pérdida de referentes humanos —por muerte o por distancia— y de lo que queda cuando ya no están. Y quiero hacerlo desde el corazón, sin blindajes académicos, contando lo que aprendí de esos dos maestros de vida que marcaron mi “antes” y mi “después”.

Por qué escribo esto ahora

Durante mucho tiempo quise escribir este texto y no encontraba las palabras. No porque faltaran recuerdos, sino porque me daba miedo traicionarlos con frases apuradas. Hoy me atrevo porque he entendido que escribir también es cuidar: limpiar la mesa, poner un plato, abrir la ventana y dejar que entren sus nombres sin hacer ruido. Si las palabras llegan ahora, es porque la gratitud ha podido con el pudor.

Dos rostros que me enseñaron a mirar

Mi tío Amador tenía la elegancia de quien vivió mirando lejos. Había cruzado fronteras, conocido pueblos con acentos de polvo y selva, pronunció misas bajo techos de chapa donde la lluvia sonaba a aplauso. Pero lo que más me enseñó fue lo que no hacía: no juzgar. Podía escuchar un relato torcido —errores, decisiones malas, tropiezos de orgullo— y mantenerse entero, preguntando con interés genuino: “¿Qué aprendiste? ¿Hacia dónde quieres ir ahora?”. Su presencia convertía la culpa en posibilidad. Esa es la clase de maestro que quiero recordar: el que no te reduce a tu peor momento.

Mi abuela, en cambio, me enseñó el arte de lo pequeño. El cuidado como gesto cotidiano. “La casa huele a ti cuando le quitas el polvo”, decía mientras pasaba el paño por la repisa donde se alineaban los santos y una foto descolorida. Me enseñó a doblar las sábanas con paciencia, a comprobar si la vecina había llegado bien del mercado, a poner un plato más en la mesa por si aparecía alguien. El mundo cabe en una cocina. Y cabe, sobre todo, en la manera en que miras al que llega cansado.

Ambos me acercaron al mismo descubrimiento: que los verdaderos maestros de vida no tienen prisa por dejar huella; la dejan igual, sin alardes, como el agua que pule la piedra a fuerza de constancia.

La distancia que duele y la ausencia que enseña

A veces perdemos a nuestros referentes porque la muerte se adelanta; a veces porque la vida se bifurca y cada cual sigue su camino. En ambos casos algo dentro se queda a medio decir. Hay un tipo de pérdida que tiene verbo propio: se llama “perder por distancia”. No hay entierro, no hay flores; hay un teléfono que suena menos, una silla vacía en las reuniones, un consejo que ya no llega de primera mano. Es un dolor raro porque parece que no tiene derecho a ritual. Pero tiene derecho, y tiene peso.

He aprendido que en esas pérdidas uno se reencuentra con su propia voz. Primero duele —cómo no—, y después, si no nos cerramos, habla. La voz del referente empieza a sonar desde dentro. Es una memoria viva. No es nostalgia de museo; es herramienta. Yo escucho a mi tío cuando tengo que decidir con rapidez y me asomo a mi temperamento: “No te acelere el orgullo; escucha otra vez”. Y escucho a mi abuela cuando el día parece no remediable: “Pon una lavadora, prepara un caldo, llama a alguien: lo pequeño arregla lo grande”.

No digo que sea fácil. A veces el recuerdo arde, y otras veces se enfría en una tristeza que niega el mundo. Pero con el tiempo, si cuidamos el hilo, esa ausencia se vuelve maestra: nos ordena. Y, aunque pueda sonar paradójico, nos llena de un tipo de compañía que ya no depende del reloj.

El antes y el después

Si pienso en mi “antes”, veo a un joven buscando aprobación, queriendo que el maestro me diga “vas bien”, que la abuela me sonría como si todo estuviera bien con sólo mirarme. En mi “después” me encuentro hablando con ellos desde una autonomía que, curiosamente, no los borra, sino que los integra. Es como si su voz, en lugar de venir de fuera, viniera ahora por dentro, con la cadencia exacta para cada momento.

Esa transición no es un acto heroico; es un proceso. Uno se sorprende repitiendo gestos: abriendo la ventana para que entre un poco de mañana, quitando el polvo con una ternura rara, deteniéndose antes de contestar algo duro. Y entonces dices: “Mira, están aquí”. No como sombras que atenazan, sino como luz que acompasa.

Herencias que no caben en testamentos

Las herencias más hondas no se firman. Son hábitos, maneras, una ética de lo cotidiano. De mi tío aprendí a escuchar sin meter mi moral como un cuchillo encima de la mesa. De mi abuela, a atender a los detalles que sostienen: un poco de leche condensada con el arroz para el niño que no quiere comer, un vaso de agua al que vuelve del trabajo con cara de arena, un paraguas preparado a la entrada de la casa por si llueve y alguien la necesita. Son pequeñas liturgias que ordenan el mundo.

Hay días en que me descubro preparando un café con su método exacto —el agua antes, la calma después— y sonrío. No es que repita por repetir; es que al repetir lo entiendo: el cuidado es un ritmo. Y en ese ritmo cabe la dignidad, cabe una forma de resistencia a la dureza del día.

La vocación que me señalaron

Si alguna vez me he preguntado de dónde viene mi vocación de cuidar, la respuesta tiene sus rostros. No nació de un manual ni de un eslogan, nació de su manera de estar en el mundo. De mi tío aprendí que el propósito no es una consigna grandilocuente, sino una actitud: escuchar sin juicio, orientar sin imponer. De mi abuela aprendí que el cuidado es un oficio del detalle, una ética de lo sencillo que sostiene lo grande.
Por eso, cuando acompaño, no llevo sólo técnica: llevo su estilo. Ellos me enseñaron que mi trabajo tiene un “para qué” y no sólo un “qué”. Me mostraron que servir es una forma de libertad y que la dignidad se defiende con gestos cotidianos. En su nombre, encuentro el sentido de lo que hago y la fuerza para seguir haciéndolo bien.

Cuando no estás y estás

He soñado muchas veces que camino con mi tío por una calle sin nombre, ancha, con árboles grandes que dejan la luz entrar en rodajas. Él habla, y yo intento recordar cada palabra al despertar, pero lo que queda no es una frase, sino la sensación de haber sido mirado con esa mezcla de exigencia y cariño que sólo tienen los buenos maestros. Con mi abuela me sucede algo parecido: a veces la oigo mover platos; a veces la intuición me dice que cierre la puerta o que avise a un vecino. ¿Sugestión? No me importa el nombre. Me basta con el hecho: ese vínculo sigue vivo y hace bien.

Hay quien sospecha de estas cosas. Piensa que es puro autoengaño, o que nos resistimos a aceptar la realidad. Yo creo que es al revés: es la realidad la que lo explica mejor. Quien nos enseñó a vivir no se reduce a su cuerpo presente; se volvió, con los años, una especie de idioma. Y un idioma no se entierra ni se exilia; se habla.

Cartas que no mando (y otras maneras de sostener)

Entre todas las formas que tengo de seguir en relación, hay una que me salva: escribo cartas que no mando. A veces son cortas, casi telegramas; a veces se me van dos o tres páginas. Le cuento a mi tío lo que me atormenta o le pido consejo como antes, y me sorprende encontrar, al final de la carta, la respuesta. A mi abuela le narro una receta que me salió mal —me río— o le digo que hoy limpié los cristales y el sol entró con ganas en la habitación.

Y a veces, en silencio, hago algo en su honor: acompaño a alguien que está triste, me paro con quien necesita hablar. No lo cuento para sumar puntos en ninguna libreta; lo cuento porque en esos gestos siento que la vida no se ha roto del todo, y que el hilo —fino, invencible— sigue cosiendo.

Agradecer sin idealizar

Mi tío también se enfadaba. Mi abuela se equivocaba y luego pedía perdón hurgando en la nevera como si el perdón fuera un trozo de tortilla o un buen trozo de tarta. Les agradezco la sombra y la luz, la corrección y la paciencia, la forma en que supieron mantenerse en el lugar justo: ni encima de mí ni lejos; cerca, a la altura exacta para que yo creciera.

Porque de eso trata un referente: de alguien que te ayuda a crecer sin necesidad de ponerse por encima. Te enseña a sostener el mundo sin que el mundo se te caiga dentro.

Ser referente sin darnos cuenta

Hace poco, hablando con alguien más joven que yo, me di cuenta de que repetía una frase que no es mía, y de que mi gesto al escuchar también tenía la forma de quienes me la enseñaron. Me detuve. Sentí una responsabilidad suave —no una carga—: somos, a veces sin saberlo, referentes para otros. No hace falta una cátedra ni un púlpito. Basta con la coherencia imperfecta de lo que hacemos en casa y en la calle.

Y es ahora cuando me pregunto qué herencia quiero dejar en quienes me miran. Quizá algo sencillo: la certeza de que siempre se puede empezar de nuevo; la costumbre de preguntar antes de opinar; la decisión de hacer sitio en la mesa para alguien más. Si yo logro eso —aunque sea una vez al día—, estaré honrando a mis maestros.

La tristeza como lugar habitable

No quiero engañarme ni engañar a nadie: hay días en que la falta duele como diente. No hay carta ni receta que alcance. En esos días me dejo estar. Camino. Respiro más despacio. No busco consuelos que me insulten con prisa. La tristeza, si la habitamos con respeto, se vuelve menos feroz. Tiene olas. Y una mañana, sin saber por qué, el mar se queda manso y podemos ver el fondo con los ojos abiertos.

En esos días también me ayuda decir sus nombres en voz alta, aunque sea solo en casa. Los nombres abren puertas. Les cuento el plan del día. Y, como si entendieran, el día se ordena un poco.

Lo que queda

Queda una manera de mirar. Queda un lenguaje de gestos. Queda una firmeza suave para no olvidar lo importante cuando todo alrededor hace ruido. Queda la humorada de mi tío para desarmar dramas, queda la escoba de mi abuela para que la casa del alma no acumule polvo. Queda, sobre todo, la posibilidad de hacerme cargo de lo que ellos amaron en mí: esa parte que sabe ser mejor de lo que fue ayer.

Quizá por eso, cuando alguien me pregunta qué es un referente, contesto con cosas que no salen en los diccionarios: un referente es la persona que te enseñó a poner la mano en la espalda en el momento justo; la que te mostró que escuchar es más útil que vencer; la que supo despedirse sin romperte, dejándote herramientas cosidas a la piel.

Pasar el testigo (sin estridencias)

No quiero que este texto se lea como un homenaje encerrado en la nostalgia. Los homenajes se quedan muchas veces en flores y frases bonitas. Prefiero pasar el testigo sin estridencias. ¿Cómo? En lo que hago cada día. Si alguien me cuenta algo difícil, que encuentre en mí el silencio amable de mi tío. Si alguien entra en mi casa con frío, que encuentre la sopa sencilla de mi abuela. Si tropiezo —y tropiezo—, que no me encierre en la culpa, que me acuerde de la mirada que me dio más de una oportunidad.

Eso queda cuando se van quienes nos enseñaron a vivir: la oportunidad de vivir como ellos nos enseñaron.

Epílogo pequeño: una habitación con luz

A veces sueño que vuelvo a casa de mi abuela y ella está en la puerta, con ese gesto de quien termina de secarse las manos en el delantal. A veces sueño que converso con mi tío en un banco, sin prisa, enumerando la lista de cosas por las que vale la pena seguir viviendo. Me despierto antes de que él termine la frase, o antes de que la sopa esté lista. No importa. Me levanto, abro la ventana, dejo que entre la mañana y, por un instante, la casa tiene la misma luz que entonces.

Y sé, con esa certeza sin adjetivos, que no estoy solo.


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