Dedicado a mi hermana, que con valentía y ternura sostiene en sus brazos dos vidas y, en su piel y en su corazón, las marcas invisibles del amor que se multiplica.
La escena parece sacada de la vida cotidiana, pero encierra todo un mundo interior. Una madre, aún con la fragilidad de los días posteriores al parto, siente de repente el rasguño de unas uñas diminutas en su mejilla. Su hijo, de apenas un año y medio, acaba de arañarla. La sorpresa, el dolor físico, y al mismo tiempo la culpa, se mezclan en el aire. Ella lo regaña, lo aparta, y unos minutos después él vuelve a intentarlo.
Lo que desde fuera podría parecer un gesto de rebeldía o incluso de maldad, es en realidad un grito que no encuentra palabras. El niño todavía no domina el lenguaje, pero su cuerpo habla. Dice: “Mírame, sigo aquí. ¿Todavía hay un lugar para mí en tus brazos?”.
La llegada de un hermano menor suele ser uno de los primeros grandes desafíos emocionales en la vida de un niño. Lo que para los adultos es una fiesta de bienvenida y un desborde de ternura, para el primogénito es un terremoto afectivo: la seguridad tambalea, el mundo se reorganiza, y el corazón se llena de preguntas que nadie responde.
El arañazo como metáfora del alma infantil
Los celos entre hermanos no son un defecto ni una patología. Son parte de la experiencia humana. En un niño tan pequeño, que apenas empieza a nombrar lo que siente, el cuerpo se convierte en canal de expresión. Golpear, morder, arañar… no son actos de maldad, sino intentos torpes de decir lo indecible.
El arañazo sobre la piel de la madre se convierte en una metáfora de esa herida interior: la sensación de haber perdido el lugar privilegiado, de no saber si el amor se reparte o se diluye. En el fondo, el niño no quiere dañar a su madre, sino aferrarse a ella, probar si sigue estando presente, comprobar si todavía puede sostenerlo.
Las investigaciones en psicología infantil muestran que los celos son una reacción universal y esperable ante la llegada de un hermano. No aparecen porque el niño “sea malo”, sino porque su necesidad de apego y de seguridad se ve amenazada (1).
Celos y amor: dos caras de la misma moneda
Decía el filósofo Søren Kierkegaard que “la desesperación no es lo contrario de la fe, sino una forma deformada de ella”. Algo parecido ocurre con los celos: no son lo opuesto al amor, sino una de sus formas iniciales, aún inmaduras. El niño siente tanto amor por su madre que teme perderlo. Y ese miedo se expresa en enojo, rabietas o agresividad.
Lejos de ser un obstáculo, este proceso puede ser un camino de aprendizaje. Con el tiempo, si se acompaña bien, el mayor descubre que la llegada de un hermano no le resta amor, sino que lo multiplica. Aprende a compartir, a esperar, a desarrollar empatía. Como escribió Dunn, investigadora sobre vínculos fraternos, la relación entre hermanos se convierte en uno de los campos más fértiles para el desarrollo social y moral del ser humano (2).
El papel de los padres: entre la culpa y el cansancio
Nadie dijo que fuera fácil. La madre que acaba de parir está cansada, vulnerable, con el cuerpo aún dolorido. El padre, si está presente, también carga con la presión de sostener la casa y acompañar a ambos. En medio de esa tensión, la agresión del mayor puede vivirse como una traición, un fracaso o una carga insoportable.
La reacción inmediata suele ser el regaño o el castigo. Pero, aunque marquen un límite, no bastan. El niño necesita, además, alguien que le diga: “Entiendo que estás enfadado. Entiendo que quieres a mamá solo para ti. No está mal sentir eso. Pero no puedes hacerle daño”. El límite es necesario, pero también lo es la validación emocional.
Los padres, a menudo, oscilan entre dos extremos: la dureza excesiva (para que el niño “aprenda”) o la permisividad absoluta (por culpa o miedo a dañarlo). La tarea difícil está en el medio: firmeza y ternura a la vez.
Educar en la emoción desde la cuna
La llegada de un hermano es una oportunidad de oro para enseñar al mayor que todas las emociones son legítimas, pero no todas las conductas lo son. La rabia, los celos, la frustración, son bienvenidos; el arañazo, no.
Algunas estrategias que la investigación y la experiencia clínica recomiendan:
- Poner palabras a lo que siente: “Estás enfadado porque mamá está con la bebé. Es difícil, lo sé.”
- Ofrecer alternativas físicas: en vez de arañar, abrazar un cojín, golpear un tambor, dibujar su rabia.
- Refuerzo positivo: cada vez que acaricia a la hermana, cada vez que comparte, reforzar con abrazos, atención, palabras: “Me encanta cómo cuidas de tu hermana”.
- Tiempo exclusivo: dedicarle unos minutos al día solo para él, aunque sean diez. No se trata de cantidad, sino de calidad y de que sienta que sigue teniendo un lugar único en el corazón de sus padres.
- Rutina estable: la seguridad de horarios, comidas y juegos reduce la ansiedad.
La psicóloga Volling insiste en que los padres que logran integrar estos elementos no solo reducen los conflictos, sino que ayudan a que el vínculo fraterno se vuelva fuente de resiliencia a largo plazo (3).
La resiliencia familiar
Los celos no son el enemigo. Son un terreno fértil donde la familia puede crecer. Cada arañazo, cada rabieta, puede convertirse en una ocasión para enseñar empatía, para practicar la paciencia, para recordar que el amor no se divide, sino que se expande.
El niño, con el tiempo, comprenderá que su hermana no es una amenaza, sino una compañera de viaje. La madre descubrirá que su capacidad de amar no tiene un límite fijo. Y el padre, o los cuidadores presentes, aprenderán que el verdadero reto no es repartir el cariño, sino sostener la fragilidad de cada uno en su momento.
A nivel existencial, esta experiencia nos recuerda una verdad profunda: toda llegada, toda vida nueva, remueve equilibrios, provoca pérdidas y ganancias, abre heridas y promesas. La familia se transforma, y en ese movimiento se juega el sentido mismo de cuidar y de ser cuidado.
Tal vez, cuando el niño araña la piel de su madre, no busca lastimarla, sino asegurarse de que aún la tiene. Tal vez cada uña que marca la piel sea un recordatorio: “no me olvides, no me dejes solo en este mundo que ahora me parece extraño”.
Y la madre, con cada pequeña herida, aprende también algo: que el amor duele, que la ternura exige paciencia, que su piel guarda memoria no solo de las cicatrices del parto, sino también de las cicatrices de la crianza.
Al final, esas marcas mínimas desaparecerán, pero quedará la enseñanza: que el amor entre hermanos no nace perfecto, sino que se forja entre lágrimas, rabietas y abrazos. Y que la familia, en medio de sus imperfecciones, tiene la capacidad de transformar los celos en cuidado, y los arañazos en caricias.
Referencias
- Volling BL. Developmental course of sibling jealousy. Monogr Soc Res Child Dev. 2012;77(3):1-128.
- Dunn J. Sibling influences on childhood development. J Child Psychol Psychiatry. 2007;48(3-4):222-31.
- McHale SM, Updegraff KA, Whiteman SD. Sibling relationships and influences in childhood and adolescence. J Marriage Fam. 2012;74(5):913-30.
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