Imagina la penumbra de una habitación en la que el aire parece suspendido. Una mujer de ochenta y tres años, con la piel frágil como el papel de arroz y los ojos aún encendidos de recuerdos, yace en su cama. No hay oxígeno, no hay sueros colgando de perchas metálicas, no hay pitidos de monitores que marcan con exactitud matemática el final de un ciclo vital. Lo que hay es silencio, respiraciones acompasadas, la mano de un hijo que acaricia despacio, un leve olor a lavanda en la almohada, la ventana entreabierta dejando entrar la brisa fresca de la tarde. En esa escena, morir parece menos un fracaso y más un cierre, un retorno a lo humano.
Entonces, la pregunta se abre: ¿Qué significa una buena muerte? ¿Y qué significa una muerte buena?
La diferencia entre conceptos
La primera expresión, “una buena muerte”, suele asociarse a los estándares médicos: un proceso controlado, con analgesia adecuada, sin dolor físico insoportable, acompañado de cuidados paliativos y con dignidad. Es una definición necesaria, técnica, pragmática.
Pero “una muerte buena” abre una puerta distinta. Nos lleva a lo simbólico, lo espiritual, lo íntimo. Una muerte buena no es solo la ausencia de sufrimiento físico, sino la presencia de sentido, compañía, ternura y autenticidad. Es un morir vivido como parte natural del existir, sin convertirlo en una patología que debe combatirse hasta el último aliento.
El Dr. Enric Benito, médico oncólogo y referente en cuidados paliativos, lo expresa con crudeza y ternura a la vez: “Tratar la muerte como una enfermedad es una estupidez”. Él recuerda cómo, siendo niño, el silencio repentino de los gritos de su abuelo enfermo de cáncer le reveló la realidad del morir. Desde entonces, ha defendido que el final de la vida no se medicaliza, sino que se acompaña (1).
El error de medicalizar la muerte
En muchos hospitales, el morir sigue concibiéndose como una batalla perdida. El reflejo automático es poner sueros, mascarillas de oxígeno, incluso maniobras invasivas. Y sin embargo, ninguno de esos procedimientos salva: solo prolongan el sufrimiento, aumentan los costes y dejan cicatrices invisibles en quienes acompañan.
La literatura científica es clara: la medicalización innecesaria del final de la vida conduce a mayor sufrimiento emocional y peor calidad de la experiencia para paciente y familia (2,3). Frente a ello, los cuidados paliativos muestran que la atención integral, que contempla dimensiones físicas, emocionales, sociales y espirituales, no solo mejora la calidad del morir, sino también la del duelo posterior (4,5).
La pregunta entonces se vuelve ética: ¿prolongar un cuerpo o acompañar un alma?
El miedo de los profesionales
Benito habla del miedo y la ignorancia de los profesionales ante la muerte. Y es cierto: la formación médica y enfermera, en muchos países, dedica escaso tiempo al proceso de morir. Se enseña a salvar, a curar, a reanimar; se olvida enseñar a “estar”.
Muchos sanitarios sienten un vacío existencial cuando “no hay nada más que hacer”. Pero ese “nada más” es falso: siempre hay algo más que hacer. Cuidar, consolar, sostener la mano, aliviar síntomas, facilitar la despedida. Esa es la medicina de la ternura.
La evidencia muestra que la comunicación honesta y la presencia atenta reducen la ansiedad y el sufrimiento más que cualquier fármaco en fases terminales (6). No se trata de renunciar a la ciencia, sino de integrarla en humanidad.
El hospital como lugar imposible
“Provocativamente digo que el lugar donde no se puede morir es un hospital sin cuidados paliativos”, afirma Benito. Y tiene razón. Los hospitales están diseñados para curar, para luchar contra la enfermedad, para ganar tiempo. Pero el morir requiere otro espacio: un hogar, una unidad paliativa, un entorno donde lo importante no sea vencer sino acompañar.
Los familiares que presencian la medicalización del final de sus seres queridos suelen cargar con un sentimiento de haber sido cómplices de un exceso, de una violencia contra la naturaleza del proceso (7). El duelo se hace más complejo, más pesado, porque en su memoria queda la huella de tubos y cables en vez de miradas y abrazos.
La ternura como tratamiento
Cuando un anciano en deterioro progresivo entra a urgencias, la maquinaria del sistema se activa: analíticas, sondas, oxígeno, antibióticos. Y, sin embargo, tal vez lo único que necesitaba era otra cosa: silencio, ternura, alguien que lo escuchara decir adiós.
La muerte no es una enfermedad. Es un acontecimiento existencial, espiritual, comunitario. Lo que alivia no son los litros de suero ni las mascarillas, sino la presencia humana. La evidencia respalda que el control de síntomas, junto con apoyo espiritual y psicosocial, es lo que más contribuye a una “buena muerte” (8).
Una muerte buena, en cambio, no depende solo de protocolos: depende de gestos, de intimidad, de permitir que el misterio siga siendo misterio.
La espiritualidad en el proceso de morir
Viktor Frankl enseñaba que la búsqueda de sentido es la última libertad del ser humano (9). Y en el proceso de morir, esa búsqueda se intensifica. Morir acompañado, con espacio para reconciliaciones, para despedidas, para silencios compartidos, es un modo de afirmar que la vida aún tiene sentido, incluso al borde del final.
No se trata de religiosidad necesariamente, sino de espiritualidad: de conectar con aquello que da sentido último, ya sea la familia, la naturaleza, un Dios o la simple certeza de haber amado.
Hacia una cultura del buen morir
Hablar de “buena muerte” no basta. Necesitamos una cultura que permita “muertes buenas”: espacios donde la ternura sea central, donde la técnica se subordine al sentido, donde se deje de luchar contra lo inevitable para comenzar a acompañarlo con dignidad.
La sociedad necesita reconciliarse con la muerte. Y los profesionales sanitarios, aprender a estar sin hacer demasiado. A entender que a veces lo más curativo no es salvar, sino acompañar a dejar ir.
Quizá la pregunta no sea si queremos una buena muerte o una muerte buena, sino si estamos preparados para vivir de manera que el morir sea parte de la vida.
El morir nos iguala a todos: al rico y al pobre, al sabio y al ignorante. Y sin embargo, podemos elegir cómo vivir ese tránsito. Podemos medicalizarlo hasta la última exhalación, o podemos humanizarlo hasta la última caricia.
El legado que dejamos a los que quedan no son los litros de oxígeno ni las dosis de antibióticos, sino la huella de nuestra serenidad, de nuestra ternura, de nuestra capacidad de aceptar. Una buena muerte se mide en parámetros clínicos. Una muerte buena, en huellas humanas.
Y en el fondo, todos sabemos qué importa más.
Referencias
- La Voz de Galicia. Enric Benito, el médico de cuidados paliativos que defiende que el proceso de morir está tan bien organizado como el parto. [Internet]. 15 jun 2024 [citado 17 ago 2025]. Disponible en: https://www.lavozdegalicia.es/noticia/lavozdelasalud/enfermedades/2024/06/15/enric-benito-medico-cuidados-paliativos-proceso-morir-parto/00031718450207132896273.htm
- Teno JM, et al. End-of-life care in the United States: trends in hospital deaths, hospice use, and hospitalizations. JAMA. 2013;309(5):470-7.
- Cardona-Morrell M, et al. Non-beneficial treatments in hospital at the end of life: a systematic review. BMJ. 2016;353:i222.
- Gómez-Batiste X, et al. Comprehensive and integrated palliative care: improving quality of life and dignity. Palliat Med. 2017;31(6):465-73.
- World Health Organization. Palliative Care. Key Facts. [Internet]. 2020 [citado 17 ago 2025]. Disponible en: https://www.who.int/news-room/fact-sheets/detail/palliative-care
- Clayton JM, et al. Communication and decision making about life-sustaining treatment: exploring the experiences of intensive care physicians and nurses. Crit Care Med. 2005;33(4):715-22.
- Wright AA, et al. Family perspectives on aggressive cancer care near the end of life. JAMA. 2016;315(3):284-92.
- Higginson IJ, et al. Evaluation of services for palliative care: a systematic review. Palliat Med. 2013;27(4):295-305.
- Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2015.
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