La primera vez que escuché las enseñanzas de aquel maestro Shaolin sentí algo muy parecido a lo que ocurre en una habitación de hospital cuando las visitas se marchan y el silencio reclama su territorio: una frase corta que atraviesa el aire y ya no te permite volver a la distracción anterior.
Un plano medio, luz baja, fondo en sombras. El hábito oscuro, la piel apenas iluminada, la mirada que primero cae hacia dentro y luego se levanta, directa, como quien firma una sentencia que no admite recurso: «Venimos con nada. Nos vamos con nada». Ningún adorno. Ningún estímulo diseñado para el algoritmo. Solo una constatación brutal, dicha casi con ternura.
Ese encuadre podría ser, sin apenas tocar la iluminación, el de la cama 14. La habitación en penumbra, el brillo del monitor reflejado en el cristal de la ventana, el olor denso donde se mezclan la clorhexidina y el sudor frío. Alrededor, la biografía entera de una persona condensada en tres objetos sobre la mesilla: un anillo, unas gafas, una foto arrugada. Y en el centro, flotando en la atmósfera estéril, la misma pregunta que plantea el maestro: ¿qué queda cuando ya no queda nada de lo que yo creía que era “yo”?
Este texto nace de ese cruce visual. Entre un monje Shaolin que habla desde esa brillante oscuridad y los pacientes que encuentro en el borde de su vida. Entre la filosofía y la vía periférica.
Lo óntico que pesa, lo ontológico que libera
Dicho rápido, la frase suena a tópico de redes sociales. Pero si ajustamos el foco, estamos ante una tesis ontológica seria: la muerte actúa como un filtro de paso alto. Nada de lo que acumulamos en el nivel óntico (cuentas bancarias, títulos, seguidores, jerarquías) cruza la frontera.
Viktor Frankl lo advirtió con precisión quirúrgica: la finitud no es un error del sistema, es lo que da urgencia y sentido a la trama (1,2). Si fuéramos inmortales, podríamos posponerlo todo. Es la muerte la que nos obliga a diferenciar entre el currículum (lo que tengo) y la biografía (quién soy de verdad).
El error al que apunta el maestro –y que se ve cada día en planta– es haber pasado 70 u 80 años construyendo una identidad soldada a lo externo. Creer que somos el decorado. Cuando la enfermedad entra en escena, actúa como un fuego que arrasa la escenografía. Y ahí, con el escenario desnudo, el despertar puede ser desgarrador. Llegado a este punto, la psicoterapia existencial describe bien este choque: una vida construida sobre la defensa y la evasión colapsa cuando el cuerpo dice «basta» (3).
El apego como error de enfoque
El sufrimiento al final de la vida no suele venir tanto del dolor físico –que a menudo podemos aliviar–, sino de la rigidez del apego. Cuanto más necesito que nada cambie, más me destruye el hecho de que todo está cambiando.
La literatura en cuidados paliativos es clara: cuando el sufrimiento espiritual no se aborda, aumentan la ansiedad, la sensación de desesperanza y también la demanda de intervenciones médicas que prolongan el proceso sin aportar auténtico alivio (4,5). Es el intento desesperado de retener lo que se escapa entre los dedos.
Aquel viejo maestro Shaolin no invita al nihilismo, sino a un realismo compasivo: vas a soltarlo todo; la única variable que controlas es la forma en que atraviesas ese desprendimiento. El desasimiento no es indiferencia, sino una manera distinta de relacionarse con lo que no puede durar.
La habitación de hospital como cuarto oscuro
Aquí es donde la enfermería deja de ser solo técnica y se convierte en arte y en filosofía aplicada.
Pienso en el paciente que fue un alto ejecutivo y cuya identidad era su teléfono sonando. O en la mujer que sostuvo a tres generaciones y cuyo ser dependía de ser necesaria. Cuando se apaga la luz y solo queda el ritmo del monitor, el silencio es un espejo implacable. Lo que quedaba en la periferia de la imagen (el estatus, las deudas, las rencillas) cae fuera de foco.
Ante esta tensión, el cuidado no puede limitarse a administrar fármacos. Eso sería cuidar el envase mientras el contenido se derrama. Pero tampoco se trata de decir «suéltelo todo», una frase que puede sentirse como una agresión para quien tiene miedo.
El cuidado auténtico, el que resuena con los procesos caritas de Jean Watson, consiste en habitar la pregunta junto al otro. Poner palabras, si la persona lo desea, al elefante en la habitación. Cuando el silencio pesa, la intervención más potente no suele ser una respuesta, sino una pregunta que abre profundidad:
«Cuando piensa en todo lo que ha vivido, ¿qué es lo que más pesa ahora en su corazón?»
Así que, validar el miedo es el primer paso para que deje de gobernarlo todo. Reconocer al paciente que su terror a perder su mundo es humano, que cualquier persona en su lugar podría sentir lo mismo. Y desde ahí, ayudarle a distinguir lo que la enfermedad ya ha arrebatado de lo que todavía depende de su libertad última: la capacidad de cerrar un ciclo, de pedir perdón, de agradecer, de dejar un legado inmaterial. Facilitar esa última llamada, esa carta o ese gesto de reconciliación es convertir el desasimiento pasivo en un acto deliberado de entrega (6).
Nosotros, los profesionales, tampoco estamos exentos de este proceso. También nos aferramos: a salvar, a controlar, a ser imprescindibles. Sin darnos cuenta, nuestro propio apego puede colarse en la relación de ayuda. La investigación sobre competencia espiritual recuerda que el cuidado profundo exige, antes que nada, reconocer nuestra propia vulnerabilidad y nuestros límites. Solo así podemos acompañar la del otro sin invadirla ni apropiarnos de ella (7).
Un contraplano final
Imagina al maestro Shaolin sentado en la penumbra. Plano medio, fondo en sombras, las manos entrelazadas, la respiración tranquila, la mirada primero caída hacia dentro y luego levantándose, muy despacio, hasta encontrarte. No trae doctrinas ni grandes discursos; trae una sola verdad desnuda que suena casi a diagnóstico: venimos con nada, nos vamos con nada.
Dicha así, sin adornos, la frase corta el aire como una auscultación honesta. No te pregunta si te gusta, te confronta con la cuestión de si estás dispuesto a vivir sabiendo que es cierta. No hace falta imaginar un templo para entenderlo; basta una habitación de hospital al anochecer, una residencia cuando se apagan las luces, una consulta en la que el médico carraspea antes de hablar. En todos esos escenarios, la vida repite la misma lección que susurra el maestro: todo lo que hoy llamas “mío” está de paso; lo único que realmente permanece es la forma en que respondes mientras lo tienes entre las manos.
Ahora borra el templo, la túnica y el ritual. Quédate contigo. Piensa en el lugar donde estás ahora mismo, en la mesa, el sofá, la cama desde la que lees estas líneas. Imagina que el maestro se sienta frente a ti, sin cámaras, sin público, sin ceremonia, y que te recuerda, con esa calma implacable que tienen quienes han hecho las paces con la muerte, que un día tendrás que soltarlo todo. No hay promesas de éxito, no hay amenazas de castigo, solo una certeza: también tú te irás con las manos vacías.
En ese instante, si te atreves a no apartar la mirada, es posible que aparezcan dos preguntas que no se pueden delegar en nadie: qué sería lo primero que te daría auténtico pánico perder y qué, en el fondo, sabes que nadie podrá arrebatarte porque ya no es algo que tienes, sino algo que eres. Entre esas dos respuestas se dibuja, sin anestesia, la verdad de tu vida actual, el mapa real de tus apegos y de tu libertad.
La muerte, al final, hará su trabajo y despojará. El maestro solo te adelanta el resultado para que aún puedas elegir cómo jugar la partida. Puedes seguir acumulando decorado, construyendo biografías asentadas en lo que brilla por fuera, o empezar a cuidar lo único que no pasa de moda ni se hereda: la calidad de tu conciencia, de tu amor, de tu responsabilidad ante los otros y ante ti mismo. Eso nadie puede vivirlo por ti.
Lo que hagas a partir de hoy con esta certeza ya no pertenece al maestro, ni a la enfermedad, ni al azar. Te pertenece. Y en esa propiedad pequeña y tremenda, silenciosa pero decisiva, se esconde tu forma más honda de libertad.
Referencias
- Mayer CH. The meaning of life and death in the eyes of Frankl. J Relig Health. 2021;60(1):104–121.
- Viktor Frankl Center Vienna. About logotherapy [Internet]. Vienna: Franklzentrum; [consultado 27 nov 2025]. Disponible en: franklzentrum.org
- Yalom ID. Existential psychotherapy. New York: Basic Books; 1980.
- Batstone E, et al. Spiritual care provision to end-of-life patients: a systematic literature review. J Clin Nurs. 2020;29(21–22):3609–3623.
- Prieto-Crespo V, et al. Impact of spiritual support interventions on the quality of life of palliative patients. Religions. 2024;14(3):142.
- Carneiro Gomes LS, da Costa II. Coffee with death: the dialogue between logotherapy and the process of dying. Rev Psicol Fenomenol Clin. 2025;14(1):168–195.
- Costeira C, et al. Spiritual care competence in palliative care: a concept analysis. J Palliat Med. 2021;24(9):1304–1314.
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