La casa parece un poco más vacía. El eco de unas patas que ya no suenan en el pasillo, el hueco en el sofá donde solía acurrucarse, la puerta que antes encontraba a alguien esperando detrás. Su ausencia no es silencio: es memoria. Porque los animales que nos acompañan no se limitan a “estar”; moldean nuestras rutinas, nos sostienen en momentos de tristeza, y nos recuerdan —con una simple mirada— que somos dignos de amor sin condiciones.
Ellos no fueron solo “los perros y gatos de la casa”, fueron parte del tejido afectivo que sostiene la vida cotidiana. Crecieron con nosotros, se convirtieron en testigos de alegrías y desvelos, nos acompañaron en los días fáciles y en los días difíciles. Sus partidas abren una herida, pero también nos invitan a reflexionar sobre lo que significa convivir con un animal de compañía y el impacto profundo que ello tiene en nuestra salud mental y emocional.
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La presencia que cuida sin palabras
Muchos filósofos han escrito sobre la soledad como una de las experiencias más hondas del ser humano. Kierkegaard la veía como el espacio donde uno se encuentra con su propio yo; Viktor Frankl, como el terreno donde se decide si se sucumbe o se encuentra sentido en medio de la adversidad (1). Sin embargo, hay soledades que se suavizan con la compañía silenciosa de un perro o un gato. Ellos estaban ahí, no para resolver los problemas, sino para recordarnos que no estábamos solos.
Los estudios han demostrado que la interacción con animales domésticos disminuye los niveles de cortisol y aumenta la oxitocina, la hormona del vínculo y la calma (2). Ese gesto tan sencillo —acariciar el lomo tibio de un perro, sentir el ritmo acompasado de su respiración— actúa como ancla en medio del caos. En términos clínicos, reduce ansiedad, regula el estrés y aporta bienestar. Pero en términos humanos, significa mucho más: significa hogar.
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La familia ampliada
Ellos fueron familia. No hay otra manera de decirlo. Los lazos que se tejen con un animal de compañía desbordan la categoría de “propiedad” para entrar en la esfera de lo íntimo. Estudios en psicología social destacan que la mayoría de personas que conviven con perros o gatos los consideran miembros de pleno derecho de la familia (3). Esa pertenencia no es metafórica: condiciona decisiones, organiza la vida diaria, y genera un sentimiento de unidad que, al perderse, se experimenta como duelo.
El duelo por un animal es tan real como el de cualquier otra pérdida significativa. Aunque socialmente se subestime, la ausencia deja un vacío emocional profundo. Aquellos que lo experimentan… atraviesan ahora ese proceso: el de recordar, llorar, agradecer y reconstruir un día a día sin ella. No se trata de “superar” su ausencia, sino de aprender a vivir con la huella que dejó.
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La alegría cotidiana
Hay algo que los animales nos enseñan mejor que nadie: la importancia de lo sencillo. Ellos no necesitan grandes viajes ni lujos. Basta con una caminata, un plato de comida, una caricia, para desplegar una felicidad contagiosa. Esa capacidad de celebrar lo pequeño es un recordatorio permanente para quienes la rodeaban.
La literatura científica ha documentado cómo la convivencia con animales mejora los niveles de actividad física, estructura el día y favorece la interacción social (4). Pero más allá de los datos, lo que queda es la imagen: nosotros volviendo a casa y recibiendo el recibimiento desbordante de ella, moviendo la cola como si el mundo se reordenara con cada reencuentro. Ese gesto vale más que cualquier gráfico; es una lección de vida.
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Animales como terapeutas invisibles
La terapia asistida con animales se ha convertido en un campo de creciente interés en la medicina y la enfermería. Perros entrenados acompañan a niños con autismo, visitan a pacientes hospitalizados o ayudan a personas mayores en residencias a mantener la motivación y la memoria (5). Sin embargo, incluso sin entrenamientos específicos, muchos animales cumplen espontáneamente ese rol de “terapeutas invisibles” dentro de sus propias familias.
Ellos, con su sola presencia, aportaba esa forma de terapia callada: escuchar sin juzgar, estar sin pedir nada a cambio. En un mundo saturado de palabras, esa forma de compañía es un bálsamo.
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La fragilidad que humaniza
Cuidar de un animal también es cuidar de nuestra propia humanidad. Las necesidades de ellos —sus paseos, su alimentación, sus visitas al veterinario— nos recuerdan que el cuidado no es una abstracción, sino un acto concreto, diario, paciente. Viktor Frankl sostenía que el sentido de la vida se encuentra, muchas veces, en la responsabilidad hacia alguien o algo más allá de uno mismo (1). Ellos encarnan esa responsabilidad: alguien que dependía de ellos, y que a la vez les regalaba un motivo para levantarse, para organizar el día, para dar amor.
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El duelo y la gratitud
Hoy la tristeza es inevitable. Pero junto al dolor brota también la gratitud. Recordar a los que ya no están es recordar la risa que provocaba, el calor de su cuerpo en invierno, la forma en que percibía el estado de ánimo de cada miembro de la familia. Esa gratitud se convierte en memoria viva: lo que ella fue sigue actuando en quienes la quisieron.
La psicología del duelo insiste en que ritualizar la pérdida ayuda a transitarla mejor (6). Este texto, este homenaje, es ya un ritual: un modo de decir “gracias” y de mantener abierta la conexión. Ellos no desaparecen en el vacío; permanecen en la memoria compartida, en las historias que se contarán una y otra vez, en la ternura que siguen inspirando.
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Lo que los animales nos enseñan
Convivir con un animal nos enseña sobre la fragilidad y sobre la finitud. Nos recuerdan que todo tiene un ciclo, y que lo importante no es la duración sino la intensidad de la entrega. También nos muestran que el amor no necesita palabras, contratos ni promesas: se basta a sí mismo en gestos, en presencias, en silencios.
Para nosotros, ellos seguirán siendo ese símbolo. Sus ausencias serán duras, pero la herencia de sus compañías quedará inscrita en lo más profundo de sus y nuestras biografías emocionales.
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La memoria
La despedida de un perro amado no se mide en lágrimas, sino en el eco de lo que nos dejó. Ellos nos enseñan a mirar lo pequeño con asombro, a sentir que la compañía puede salvar un día gris, a descubrir que la lealtad existe y tiene cuatro patas.
Hoy, al recordarlos, no solo lloramos lo perdido: celebramos lo vivido. Porque la memoria de ellos no se borra, se transforma. Permanece en el aire, en los rincones de la casa, en la ternura que aún late cuando se pronuncia su nombre.
Y aunque ya no estén físicamente, cada uno de sus gestos sigue recordándonos lo esencial: que el amor verdadero no necesita palabras, solo presencia. Ellos fueron eso: presencia hecha amor. Y sus huellas, lejos de desvanecerse, se quedarán para siempre entre nosotros.
Dedicado a Kelly (2010 – 2025)
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Bibliografía
1. Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2004.
2. Handlin L, Hydbring-Sandberg E, Nilsson A, Ejdebäck M, Jansson A, Uvnäs-Moberg K. Short-term interaction between dogs and their owners: Effects on oxytocin, cortisol, insulin and heart rate—An exploratory study. Anthrozoös. 2011;24(3):301-15.
3. Walsh F. Human-animal bonds II: The role of pets in family systems and family therapy. Fam Process. 2009;48(4):481-99.
4. Purewal R, Christley R, Kordas K, Joinson C, Meints K, Gee N, et al. Companion animals and child/adolescent development: A systematic review of the evidence. Int J Environ Res Public Health. 2017;14(3):234.
5. Kamioka H, Okada S, Tsutani K, Park H, Okuizumi H, Handa S, et al. Effectiveness of animal-assisted therapy: A systematic review of randomized controlled trials. Complement Ther Med. 2014;22(2):371-90.
6. Worden JW. Grief counseling and grief therapy: A handbook for the mental health practitioner. 5th ed. New York: Springer Publishing; 2018.
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