El otro día, mientras caminaba por la casa de campo de mis padres, me encontré con un silencio tan denso que parecía tener cuerpo. El olor a tierra húmeda, la luz dorada filtrándose entre los árboles y el crujido de mis pasos sobre las hierbas secas despertaron en mí una pregunta antigua: ¿qué lugar ocupa Dios en la enfermedad, y qué sucede con el Yo cuando el cuerpo enferma?

La enfermedad no llega sola. Trae consigo un desorden que no se limita al organismo: sacude la identidad, hiere los vínculos, pone a prueba la fe. Y en medio de todo, aparece la figura del Yo, desnudo, frágil, buscando sentido entre el dolor y la esperanza.


El Yo ante la fragilidad

Cuando un paciente escucha por primera vez un diagnóstico duro —cáncer, insuficiencia renal, esclerosis múltiple— el mundo se detiene. Juan, un hombre de 54 años, recién diagnosticado de un tumor de colon. No hablaba del tumor en sí, sino de lo que sentía al mirarse al espejo: “Ya no soy el mismo, me siento partido en dos, como si algo dentro de mí me estuviera traicionando”.

El Yo no es una roca inmutable, es más bien un hilo tejido por la memoria, la esperanza y las relaciones. La enfermedad corta ese hilo, obligándonos a preguntarnos quiénes somos cuando no podemos trabajar, correr, amar como antes. Kierkegaard decía que “la desesperación es la enfermedad mortal” porque no se trata solo de morir, sino de dejar de ser uno mismo (1).

Enfermar es, de algún modo, experimentar un exilio del Yo.


Dios como horizonte de sentido

En la consulta, muchas veces, se escuchan preguntas que no son médicas: “¿Por qué a mí?”, “¿Qué sentido tiene esto?”, “¿Dónde está Dios en medio de tanto dolor?”. No siempre se espera una respuesta, sino un testigo que escuche sin miedo.

Viktor Frankl, tras su paso por los campos de concentración, escribió que incluso en el sufrimiento más radical puede haber sentido si se le da una dirección (2). Dios aparece aquí no tanto como una figura dogmática, sino como horizonte, como posibilidad de que el dolor no sea un absurdo.

En una ocasión, en la UCI, vi a una madre joven rezando en silencio junto a su hijo conectado a un respirador. Su fe no borraba la angustia, pero le permitía permanecer allí sin quebrarse del todo. Para ella, Dios no era explicación, sino compañía.


Cuando el Yo se enfrenta al misterio

Nietzsche, contradictorio y provocador, decía que “quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo” (3). Ese porqué puede ser la idea de Dios, un hijo, una promesa, o incluso la memoria de un amor perdido. La enfermedad desnuda al Yo de certezas y lo pone frente al misterio.

Algunos pacientes rechazan toda noción de trascendencia. “Cuando me muera, se acaba todo, y punto”, escuché en una ocasión a un hombre con EPOC severo. Y, sin embargo, en su mirada se colaba una pregunta no resuelta: “¿Y si no?”.

La enfermedad, incluso en quienes se dicen ateos, abre la grieta de lo sagrado. No como dogma, sino como pregunta.


La espiritualidad como recurso clínico

La Organización Mundial de la Salud reconoce la espiritualidad como una dimensión esencial de la salud (4). Numerosos estudios han demostrado que las personas con un soporte espiritual sólido afrontan mejor la enfermedad, muestran mayor adherencia a los tratamientos y experimentan menos ansiedad y depresión (5,6).

La espiritualidad no es solo religión. Es también música, naturaleza, comunidad, silencio. He visto a pacientes sentirse reconfortados escuchando el canto de los pájaros desde una ventana hospitalaria. He visto a otros encontrar consuelo en la poesía, en una canción de Serrat o en la voz de sus nietos.

La medicina puede sanar cuerpos, pero a menudo es lo que nos permite trascender lo que sana a las almas.


Cuerpos que hablan de Dios

El cuerpo enfermo habla, aunque no use palabras. Habla en fiebre, en sudores nocturnos, en cicatrices que pican con la lluvia. Y, a veces, ese lenguaje corporal conecta con lo divino.

Pienso en Marta, paciente con fibromialgia, que me dijo un día: “He aprendido a escuchar a mi cuerpo como si fuera un profeta cansado que aún quiere enseñarme algo”. En su dolor, encontró una manera distinta de relacionarse con Dios: no desde la omnipotencia, sino desde la fragilidad compartida.

El cristianismo habla de un Dios que se encarna, que sufre en un cuerpo. Y ahí, tal vez radique la mayor cercanía: que Dios no se muestra desde la inmunidad, sino desde la herida.


El cuidado como espacio sagrado

El hospital es un lugar donde conviven lo más técnico y lo más humano. En una misma habitación pueden sonar monitores cardíacos, olor a cloro y, al mismo tiempo, un murmullo de oración o el llanto callado de una familia.

El cuidado enfermero tiene, en este sentido, algo de liturgia. No en un sentido religioso estricto, sino en el acto de estar presente, de lavar una herida con respeto, de cambiar una sábana sin prisa, de sostener la mirada. Como decía Edith Stein, cuidar es siempre entrar en la interioridad del otro (7).

La idea de Dios, el Yo y la enfermedad se cruzan en cada gesto de cuidado. Porque cuidar es reconocer en el otro no solo a un cuerpo enfermo, sino a un misterio vivo.


Volver a casa: sanar en lo más profundo

Al pensar en la enfermedad y en lo que despierta en nosotros, siento que, al final, todo se reduce a un retorno. Un regreso a lo más esencial. La enfermedad nos despoja de adornos, de títulos, de máscaras; nos obliga a mirarnos con los pies en la tierra y el alma en carne viva.

He visto a pacientes que, tras la tormenta de un diagnóstico devastador, se reconciliaron con un hermano al que no hablaban desde hacía años. He visto a otros aprender a decir “te quiero” sin miedo, como si la fragilidad del cuerpo les hubiera recordado que el tiempo es sagrado y breve. Y he visto también a quienes, desde la cama de hospital, descubren que el silencio puede ser un refugio más cálido que cualquier palabra.

Sanar, en este sentido, no es solo curar un cuerpo, ni siquiera aceptar un dolor. Es reencontrarse con lo que uno siempre fue: un ser humano vulnerable, pero capaz de ternura, de compasión, de sentido. Es descubrir que Dios —o el misterio, o el amor, o la vida— habita en las pequeñas cosas: en el olor a café recién hecho cuando pensamos que no veríamos otro amanecer, en la risa de un nieto que corre por los pasillos del hospital, en la caricia de una mano que no nos suelta.

La enfermedad nos arranca de lo inmediato y nos empuja hacia lo eterno. Nos recuerda que no estamos solos y que, incluso en la más profunda oscuridad, puede nacer una chispa de luz.

Volver a casa, entonces, es esto: aprender a vivir con menos miedo y más gratitud, reconociendo que, aunque el cuerpo se desgaste, el alma puede seguir creciendo. Y en ese acto de reconciliación, en esa entrega humilde, descubrimos que sanar no es borrar las cicatrices, sino aprender a mirarlas como un mapa que nos llevó, finalmente, al corazón de lo humano.

“Porque, al final, en la idea de Dios, en el temblor del Yo y en la herida de la enfermedad, late siempre una misma verdad: lo humano como lugar donde todo se encuentra y se reconcilia.”


Bibliografía

  1. Kierkegaard S. La enfermedad mortal. Madrid: Trotta; 2008.
  2. Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2015.
  3. Nietzsche F. El ocaso de los ídolos. Madrid: Alianza Editorial; 2017.
  4. World Health Organization. WHOQOL and spirituality, religiousness and personal beliefs (SRPB). Geneva: WHO; 2002.
  5. Koenig HG. Religion, spirituality, and health: The research and clinical implications. ISRN Psychiatry. 2012;2012:278730.
  6. Puchalski CM, Vitillo R, Hull SK, Reller N. Improving the spiritual dimension of whole person care: Reaching national and international consensus. J Palliat Med. 2014;17(6):642-56.
  7. Stein E. Ser finito y ser eterno. Madrid: Trotta; 2007.

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