Hay ideas que nos sorprenden no por su veracidad científica, sino porque despiertan algo profundo en nuestra alma. Hace unos días, alguien compartió conmigo un vídeo en redes sociales donde se afirmaba que el semen del hombre podía almacenarse en el cerebro de la mujer.
Lo leí, sonreí con escepticismo, y luego, en lugar de descartarlo sin más, decidí detenerme a pensar.
¿Puede alguien quedarse en nosotros de manera invisible?
¿Puede una experiencia íntima, emocional o existencial dejar una huella que, aunque no se vea, transforme lo que somos?
Desde la enfermería he aprendido que el cuerpo no es solo anatomía. Es historia, es memoria, es relato. El paciente que se sienta frente a ti no es un conjunto de órganos, sino un universo de vivencias, de heridas visibles e invisibles. Y a veces, lo que más pesa no es la patología, sino aquello que se ha quedado dentro y no puede expresarse con palabras: una pérdida, una ausencia, un trauma… o el eco de un amor profundo.
Platón, Jung y lo que permanece
Platón, en El Banquete, describía el amor como un recordatorio del alma, un anhelo de regresar a lo eterno (1). En su filosofía, el vínculo amoroso no se limita al cuerpo: abre un camino hacia lo trascendente, hacia aquello que sobrevive a la fugacidad del tiempo.
Carl Gustav Jung, siglos después, nos habló de las proyecciones: cómo arrojamos al otro fragmentos de nuestro inconsciente y cómo esos fragmentos, al ser reconocidos o rechazados, nos transforman (2). Nadie, decía, sale indemne de un encuentro auténtico. Algo de nosotros se queda en el otro, y algo del otro se queda en nosotros.
Nadie sale ileso de un vínculo auténtico. Nos damos, nos mezclamos, y aunque la piel se separe, algo queda. No en el cerebro, tal vez, pero sí en el recuerdo, en el cuerpo simbólico, en eso que a veces llamamos alma.
¿Acaso no ocurre lo mismo con ciertos lugares, olores o melodías? Basta que se repitan para que revivan dentro de nosotros rostros, abrazos, pérdidas. La memoria no solo está en el hipocampo: está en la piel, en las manos que un día acariciaron, en la mirada que nos sostuvo cuando más lo necesitábamos.
Hay olores que nos devuelven a la infancia —el pan recién hecho, el café temprano de una abuela— y músicas que nos arrancan lágrimas antes de que podamos entender por qué. La huella invisible se enciende como una chispa. No es razonamiento, es memoria encarnada.
Enfermería y el tacto que cura
¿Y qué tiene que ver todo esto con la enfermería? Todo.
Porque cuidar también es entrar en la vida del otro. No como invasión, sino como acto de presencia.
El hospital, con su luz blanca, sus pasillos interminables, el olor penetrante de desinfectante y el pitido regular de los monitores, podría hacernos olvidar que estamos tratando con vidas. Podría convertirnos en piezas de un engranaje que solo ejecuta órdenes.
Y, sin embargo, entre esos gestos rutinarios, a veces surge un instante que lo cambia todo: una mano sostenida en silencio, un “estoy aquí” cuando la soledad aprieta, una sonrisa inesperada en medio del dolor.
He sentido que, en ciertos cuidados, algo del otro también se queda en mí. Un anciano que me cuenta la historia de la mujer que amó toda su vida, una madre que llora en silencio mientras acaricia la frente de su hijo, un joven que confiesa su miedo justo antes de la cirugía.
El cuidado verdadero no se basa solo en protocolos, sino en vínculos. Y esos vínculos, como las experiencias íntimas, dejan marcas que no se borran con jabón ni con guantes.
A veces esas marcas pesan, otras veces iluminan. Pero siempre nos transforman.
Más allá de la ciencia
No, el semen no se almacena en el cerebro. La biología lo desmiente. Pero ¿acaso necesitamos que la ciencia valide todo lo que sentimos para reconocerlo como real?
Quizás el otro sí se almacene, de otro modo. En forma de palabra, de sensación, de silencio compartido. Y eso es algo que la ciencia aún no mide, pero que el corazón sí registra.
La neurociencia nos habla de la memoria implícita: aquella que no evocamos conscientemente, pero que moldea nuestra forma de vivir, confiar, temer o amar (3). Puede que no recordemos el gesto exacto, pero recordamos lo que nos hizo sentir.
No guardamos al otro en las neuronas, pero sí guardamos cómo nos hizo sentir.
En un mundo donde todo se quiere explicar con datos, defender el valor de lo invisible es un acto de resistencia. Es, también, una forma de honrar lo que sentimos, lo que damos y lo que recibimos, sin necesidad de reducirlo a lo biológico.
El cuidado como acto metafísico
Cuidar, amar, entregarse, tocar… son actos que no se pueden contener en una definición técnica. Son actos cargados de misterio, de entrega y de transformación.
En ellos, la enfermería se convierte, no solo en ciencia, sino en una forma de filosofía vivida.
Viktor Frankl decía que incluso en el sufrimiento, el ser humano puede encontrar sentido (4). Esa es quizá la clave: la huella del otro no nos destruye, nos enseña. Nos madura, nos humaniza.
He descubierto que cuando un paciente muere, no muere solo para sí mismo. Deja en nosotros la tarea de recordar su fragilidad, su dignidad, su valor. Nos deja un testamento invisible que nos obliga a seguir cuidando de los demás con más conciencia, más humildad, más compasión.
Como enfermero en formación, pero sobre todo como ser humano que observa, escucha y acompaña, me atrevo a decir que sí, algo del otro puede quedarse en nosotros. No como un residuo, sino como una semilla.
Una semilla que, si la dejamos germinar, puede hacernos más compasivos, más conscientes y más vivos.
La eternidad en lo efímero
Quizás ahí resida la belleza de lo humano: en que no todo se ve, pero todo deja rastro.
Que alguien nos toque el alma, aunque sea por un instante, puede cambiar nuestra forma de mirar, de cuidar, de vivir.
En un mundo que a menudo nos pide rapidez, distancia y eficiencia, tal vez el acto más revolucionario sea permitirnos sentir, dejar entrar al otro, y asumir que cada encuentro nos modifica.
Porque en el arte de cuidar, como en el amor, no somos los mismos después.
Y tal vez —solo tal vez— esa sea la forma más sutil y verdadera de eternidad.
Bibliografía
- Platón. El banquete. Madrid: Alianza Editorial; 2010.
- Jung CG. Arquetipos e inconsciente colectivo. Barcelona: Paidós; 2009.
- Schacter DL. The seven sins of memory: How the mind forgets and remembers. Boston: Houghton Mifflin; 2001.
- Frankl VE. El hombre en busca de sentido. Barcelona: Herder; 2015.
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